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Para que luego digan que la carrera de periodismo es inútil y mecánica. Al menos ejercita la mano, y a veces, contadas, la mente. Ayer fue una de las últimas excepciones en cuatro años. Una profesora muy profesional (y didáctica, ella) nos obligó a plantearnos una tesis (y a discutirla por escrito, obviamente) acerca del Estatut catalán. Se me ocurrió que la mía sería la que viene siendo una constante en mis preguntas internas acerca de los reclamos de Euskadi y Catalunya: ¿dónde está, quien establece y por qué, la frontera entre el derecho de las personas –y por extensión, de la población- y la aplicación de una ley? La vulneración de nuestros derechos primarios a costa del cumplimiento de la Madre Constitución es una de las constantes de nuestro día a día. Es en consecuencia con ella con que se mide todo, se regula y se aplica sanciones. Palabra por palabra e interpretación por interpretación. Todo ello en base a un texto que se nos hace mayor, que pierde capacidades y que de anciano y caduco que es, ya apenas puede valerse por sí mismo. Y mientras una Comisión específica se tira un mes entero comparando el proyecto de estatuto catalán con la Constitución y redacta –al fin- sus conclusiones generales, el pueblo, nosotros, nos encargamos de montar todo el circo. Unos escupen improperios chirriantes y propagandísticos -vinculados, cómo no, a partidos políticos- a los que una servidora se ha hecho tan inmune que ya ni siquiera los oye; otros claman al cielo y al infierno por la terrible desunión de Ejpaña que ZP está trayendo consigo; otros pocos se escandalizan por el libertinajes de estos catalanes, siempre llevando la contraria; y unos pocos, acongojados, nos limitamos a esperar con cierta fé en que por una vez el sistema funcione como dios manda. Pero no funciona. La ley y la constitución actúa sobre el estatuto y apela a errores formales, de redacción y a la necesidad de ajustes sobre el texto. Y yo digo; qué peligro. Porque ajustar no es adaptar, ajustar es cambiar, eliminar, fulminar, añadir, pervertir, reducir o ampliar un texto que YA HA SIDO APROBADO en Catalunya –esto es, por los que se van a ver directamente afectados-. Entonces, de cara a la tesis, ¿qué es más importante, lo que se decida en el Congreso, las Cortes o la Comisión en Madrid acerca de si Catalunya es o no es una nación y si debe tener o no competencias sobre puertos y cajas de ahorros, o bien que el pueblo Catalán pueda tener derecho a que no se le recrimine por hablar catalán, a poder recibir la educación en ese idioma y a tener de una vez por todas la identidad con la que ellos se sienten representados? Ganará lo que se diga en Madrid, como ganó lo que se le dijo a Ibarretxe en su momento. Y mientras nosotros –los nacionalistas nacionales- sigamos diciéndoles lo que deben acatar por las buenas a los otros –los regionalistas regionales, o al resto de comunidades autónomas en conjunto- seguiremos muy lejos de alcanzar la vanagloriada democracia. La justicia seguirá siendo la mala broma de siempre, y la historia se repetirá periódicamente. Eso sí, continuemos saliendo a la calle en manifestación borreguil cuando nuestros propios errores tengan consecuencias que no nos gusten tanto.