¿Hasta qué punto hemos avanzado en los últimos años en el tema de los estereotipos en esta sociedad de nuevo y mejor talante, sociedad que se considera a sí misma cien por cien moderna y rejuvenecida?
Desde el punto de vista de los prejuicios y de su consecuente discriminación (y no vamos a mirar solo al aspecto de la inclinación sexual, sino a todos y cada uno de los prejuicios de raza y cultura que existen dentro de cada uno de nosotros) seguimos en el fondo igual de atrasados que hace veinte años.
No es del todo cierto que aceptemos a los gitanos, los moros, los rumanos, los sudamericanos como parte integrante de nuestra cultura, como un ingrediente sin el cual España no sería España y mucho menos, como la especia que le da ese sabor y color especial. Por mucho que digamos, seguimos viendo en esas subculturas un enemigo latente, un criminal, un ladrón o incluso un traficante de drogas y agente de prostitución. Los prejuicios sobre la raza y la cultura siguen con nosotros por mucho que nos forcemos a creer que no es así. Sólo hay que mirar en la calle como se cruzan las personas de acera cuando por la suya se acerca una gitana con aspecto “sospechoso”, o como murmuran los vecinos en las reuniones trimestrales acerca de ese vecino polaco sobre el que recaen (seguramente sin razón) todos los males de la comunidad y al que no solo no se molestan, sino rehuyen a conocer personalmente.
Y con la homosexualidad pasa exactamente lo mismo.
El tema viene coleando desde hace más de catorce siglos pero las razones que lo sustentan hoy han cambiado notablemente. Aún así, en el año 2000 había aún 9 países donde la homosexualidad se castigaba con la muerte y 73 donde era ilegal.
Nuestra sociedad está retroalimentando los prejuicios de los que no se quiere deshacer.
¿Tan diferentes son las personas homosexuales como para que se les ninguné en los medios de comunicación, se silencie su presencia y menosprecie su aportación ya no sólo a la ciencia, a la medicina, al arte, sino a la vida pública en general?
Estamos creando normas de conducta de las que excluimos a los grupos minoritarios a los que tachamos de
desviados. Así las lesbianas y gays no pueden beneficiarse de las ventajas legales y sociales que permite el matrimonio, -como otras tantas cuestiones-, y luego esa misma sociedad que les oprime, le acusa de no ser capaces de mantener relaciones duraderas y estables.
Porque, esa es otra, la mayor idea preconcebida que hay asociada a la homosexualidad; el hecho de la infidelidad, su incapacidad atribuida a no poder mantener una relación larga y estable con una persona. Si haces la prueba y preguntas en tu grupo de colegas heterosexuales, te dirán que están convencidos de que les es imposible
por naturaleza tener relaciones estables.
¿No es menos retorcido pensar que su promiscuidad será exactamente la misma que en personas heterosexuales, que por ser homosexuales, o bisexuales, no tienen por qué acortar la duración de sus amoríos?
Y es que la clave parece estar en que desde el momento en que conocemos que una persona no es como nosotros, o como la norma nos dice que debería ser, la etiquetamos en nuestra mente como un ente diferente, como si perteneciera a otra especie muy lejana de la nuestra.
La culpa la tenemos nosotros, las personas de a pie, eso ante todo.
Culpar a los medios de comunicación y a la cultura como los agentes esenciales del rechazo no es ya solo echar balones fuera, sino no querer aceptar la realidad de la situación. Los culpables somos nosotros, y los medios tan solo afianzan y refuerzan esa culpa.
Y una vez aceptado esto, pensemos, ¿qué está mejor visto hoy en día, en pleno año 2005, las lesbianas, los gays, los bisexuales o los transexuales?
Empecemos por lo últimos. Los transexuales lo han tenido difícil siempre, desde que nacieron, pero al llegar a su madurez, la imposibilidad de vivir junto a una cultura y sociedad ya construida sobre la base de la intolerancia a lo diferente, es mucho mayor. Supongo que son los que se llevan el premio a la dificultad de formar parte de nuestra sociedad como uno más, y la razón reside en que su condición es visible desde fuera. Se les nota que son lo que son y por lo tanto, la gente lo tiene mucho más fácil a la hora de pegar la etiquetita.
Bisexuales convencidos, pues casi igual… Ya no sólo existe un rechazo desde los heterosexuales, que los ven como lo peor de un homosexual que no quiere aceptar que lo es, y por otro lado, desde dentro de la homosexualidad. Los integrantes del colectivo gay (hombres y mujeres aunados) siguen hoy por hoy pensando que los bisexuales son personas confundidas, indecisas, lujuriosos, que quieren estar al plato y a las tajadas, que no son capaces de decidir con rotundidad y determinación si se inclinan por A o por B. No hay una intención de comprender que en este mundo poco queda de la determinación blanco/negro, que lo que de verdad existe es una amplia gama de grises entre medias. Y ya no hablemos de las miles de teorías que afirman que todos somos bisexuales por naturaleza. Hay un gran obstáculo que salvar dentro de la bisexualidad para subir un escalón en la aceptación.
Los gays, masculinos, parecen tenerlo algo más fácil que las mujeres homosexuales. Seguramente la razón sea que son en la vida pública mucho más visibles. Llevamos viendo a gays en la televisión y el cine varios decenios de años, tenemos líderes de opinión, famosos queridos por la audiencia, actores, políticos, directores de cine, artistas, escritores, que son gays reconocidos y que la gente en general los mira con cariño. No obstante siguen teniendo un gran tabú coleando, sobre todo por parte de los hombres heterosexuales que se ven incapaces de aceptar ver a un hombre besándose con toda naturalidad con otro. Sí es cierto, como apuntaba
PennyLane que continúan teniendo asociado el calificativo de
locas. Los gays siguen siendo esas divonas de la fiesta, el desenfreno, las drogas de diseño, que follan con cualquiera –y en cualquier parte-, que violan a niños, que se dedican al mundo del espectáculo y que juegan a ser mujeres. Poco hay de la verdadera realidad…
Y con las lesbianas, más de lo mismo. Es cierto, como discutíamos hace un par de días en este blog, que en el cine parecen ser mejor tratadas. Las películas acerca del lesbianismo abordan el tema desde la ternura, el cariño, la historia de amor que pudo ser y no se permitió, a veces también desde el pesimismo de la cruda realidad, pero no se suele ver una visión estricta de lo que supone en la vida real.
El peor de los casos es el de aquellos ejemplos en los que es tratado el tema desde el morbo que tanto gusta a los hombres heterosexuales. Todos sabemos cuánto les excita ver una escena de cama entre dos gatitas.
Las lesbianas siguen siendo esos
machotes, normalmente no agraciadas físicamente, que no han podido encontrar un hombre que las quiera y que por tanto, a la desesperada, acuden a la mujer para no estar solas. No se maquillan, llevan el pelo corto, no se ponen faldas, ni se visten de un modo sexy. Son bordes y se comportan como hombres. Nada se sabe de qué es lo que hacen dos mujeres en la cama sin una verga entre ellas, cómo podrán alcanzar el placer sexual, y sobre todo, sigue la idea de que en una pareja de lesbianas, una de ella deberá aceptar el rol del hombre.
Ante este panorama, que como veis, da para mucha charla, para hablar largo y tendido y teorizar hasta cansarse, a una le dan ganas de hacerse asexual, olvidarse de que las tendencias existen y lanzarse al vacío de amar y desear a las personas no por su sexo o su género sino por las personas que son en realidad.