Hay días más largos de lo normal. A Irene no la engañan. Hay días que se estiran y se estiran hasta casi tocarse las puntas. Otros pasan tan rápido que ni siquiera cuentan en los calendarios, porque ya nadie, nunca más, se acordará de ellos. Sus noches ahora duran hasta un poco más allá de las tres de la mañana y, por si con esto no bastase, consigue condensar en ellos más, mucho más, un poquito más.
Hoy ha sido un día de esos saturados. Pero de cosas buenas, claro. No podía ser de otra manera.
Esta mañana Irene se ha subido a los hombros de Madrid, como cuando su padre la aupaba agarradita a su cuello, para mostrarle lo grande que es el mundo desde arriba. Y en aquellos momentos ella creía que su padre era el ser más alto del mundo. Qué altura aquella...
Hay veces que hay que verlo todo desde arriba para ver más claramente los detalles. Parece una contradicción, pero desde lo más alto se entiende todo. Bastan diez plantas para sentir el cielo tan cerca que hasta puedes jugar con las nubes para darle la forma que tú quieras. Estaba tan cerca del Sol que en un descuido, la besó en los labios, con tanta potencia y tanto calor que consiguió quemárselos ligeramente. Claro, que de ésto se dio cuenta cuando ya no cabía la opción de apartarse, cuando ya estaba abajo y su labio superior empezaba a agrietarse sin remedio. Hay que tener cuidado con acercarse demasiado a los astros luminosos...
E Irene tenía vértigo. Vale la pena hacer esta anotación, porque ya ha perdido validez. Ha perdido el miedo a las alturas, o al menos durante esta mañana. Quizá fuera por la compañía. Seguro que fue la compañía. Quizá fue el café de antes. Seguro que fue el café de antes. Quizá fue el bocata de tortilla. O los camellos. O cualquier otra cosa que podría poner aquí que no tendría ningún sentido para vosotros. El caso es que ya no tiene vértigo. Y sabe que ha sido gracias a ella. Seguro que fue por ella. El miércoles bonito, con ese cielo añil y ese sol matador que quemaba a las espaldas, le tenía preparado una agradable sorpresa de cumpleaños adelantado. Y su premio era ella.
Por la tarde Irene acudió, para dar la razón a su madre, a la Fundación que le lavó el cerebro hace unos meses y que es la culpable de esa felicidad que destila allá donde va. Pasa por allí sólo de vez en cuando, sólo cuando puede, o sólo cuando lo necesita de veras. Es como ese amigo que sabes que está siempre ahí, pero que no ves con demasiada frecuencia. Pero lo adoras. Lo quieres con toda tu alma. Y lo mejor es que él lo sabe.
Pareció esta tarde la adecuada. Después del café, de las alturas, de la valentía, de la compañía y de la inmensa alegría por haber tachado una cosa más de su ya famosa lista. Y fue a Meditar, y su madre se ríe ahora por la espalda, pues sigue creyendo que todo ésto de la Secta traerá consecuencias imprevistas a no tardar mucho. Y la que se rie ahora es Irene, pero de otra cosa.
El caso es que la de hoy, curiosamente, era una meditación especial. Una con un nombre concreto que ya ha sido nombrado por aquí. Y aunque ya la había hecho, las sensaciones de hoy no podían haber sido más especiales, por diferentes, por nuevas, por intensas y por oportunas. Porque hay momentos y momentos. Ésto quizá sólo lo entienda una persona, pero tampoco son necesarias muchas más. Esta tarde Irene se ha dado cuenta del poder de una visualización, de lo que se siente al saltársele las lágrimas de emoción, de reir de felicidad plena, esa que explota a la altura del plexo solar y te hace temblar. Ha querido, te ha querido mucho. Y se ha sentido muy bien. Consigo misma, y contigo. Muy satisfecha. Muy llena. Muy agradecida. Porque siempre hay que agradecer, eso se lo sabe muy bien. Y su premio, esta vez, era ella.
Y por la noche, puesto que el día no se acaba hasta las 3 de la madrugada, ha rematado la jornada, por si no hubiera tenido suficiente, con un reencuentro más que esperado, ansiado. Su musa en un escenario que no era un escenario, sus palabras, que podría repetir sin titubear, la misma compañía en la butaca de al lado, y tantas sonrisas compartidas que no cabían en aquel vestíbulo convertido en teatro. Un trío para clarinete, viola y piano para cerrar el día en una sintonía meciendo la noche. Un capricho autorregalado, porque a veces lo más bello no es lo que alguien compra para tí, sino lo que se comparte desde dentro, hacia fuera y en todas direcciones. El premio era ella, y también él.
Tres premios para Irene. Hoy tuvo suerte en la feria de la vida. Parece que finalmente le devuelve este mundo todo lo que durante años fue dando incondicionalmente, como piensa seguir haciendo.
Hoy se acuesta con una sonrisa en los labios, sin miedo ninguno a dejar marcas en la almohada. Porque, ¿de qué sirve la felicidad si no deja huellas?
Aún recuerda aquel indigente que de camino al metro, cuando ya andaba dispuesta a cerrar el día, le pidió un beso. Quiza el chaval supo ver la luz que emanaba de ella. Puede que sea él, ese perfecto extraño anómico, el que mejor supo ver su interior. O puede que sólo quisiera un beso.
Y ante la duda, Irene sonrie, para variar...
busca entre mis delirios
jueves, abril 30, 2009
miércoles, abril 29, 2009
la vida secreta de los perfumes
Nunca hubiera dicho de sí misma que fuera fetichista. Y sin embargo, al parecer, lo era. Pero sólo con una cosa; los olores. Más exactamente aún; los perfumes.
El mundo de las colonias es, quizá, el más anárquico de todos los que frecuentamos. Cada cual huele como le apetece oler. No hay imposiciones -pues todos sabemos donde acaban esos frascos de perfume que te regalan tus familiares menos queridos-, ni normas válidas, no sirven los convencionalismos, ni existe regla ninguna en el momento de la elección. La libertad más absoluta. Aquí las contradicciones son aceptadas, es más, se dan con frecuencia. La persona más rancia puede usar un perfume fresco, la más sosa, uno afrutado y la más dulce, uno especiado. Todo vale. Es tan perfecto el mundo de los olores fabricados, que hasta el género desaparece. Da igual que seas hombre o mujer, que puedes elegir para tí cualquiera, independientemente de para quién fue ideado. Béndita maravilla.
Y ahora viene el asunto este del fetichismo. A Irene le gusta visitar perfumerías en busca de olores reconocidos. Fragancias que la llevan a personas que fueron o son importantes en su vida. Personas en las que, de sus abrazos, se desprendía un olor característicos que quedó a ella pegado. Porque, esa es otra, cada persona huele diferente. Es algo curioso, porque no hay tantas variedades de colonias diferentes, y en cambio, nunca ha encontrado, hasta ahora, a dos hombres o dos mujeres que olieran igual. Así que cada perfume es, para ella, una persona. Y también al contrario. Es el olor una etiqueta; un índice que apunta hacia alguien muy concreto.
Así que Irene se pasea por las perfumerías en busca de reencuentros. Acude siempre a la misma tienda, donde ya la conocen. Y lo hace por simpatía a la dependienta que el primer día le saludó coordialmente indicándole su nombre y lo dispuesta que estaba a ayudarla. Curiosamente se llamaba como ella, Irene, y eso no le pudo hacer más gracia. ¿Por qué las dependientas tienen tanto interés en mostrarse tan sobreactuadamente amables? ¿De dónde viene ese interés desmesurado en decirte cómo se llaman? ¿Qué pretenden que hagas con esa información, que la felicites el día de su santo, o que la invites a una caña después de la compra? Y lo que es más importante, ¿cómo se responde a esa apelación de bienvenida? Deberían dar un manual del comprador en todos los colegios, está claro. El caso es que algo tenía que decir, pues Irene la dependienta, la miraba con ojos expectantes, así que respondió, sin pensar, que es como se cometen las mayores gilipolleces, "Yo también". Y la mirada pasó de expectante a estupefacta. "Yo también me llamo Irene", añadió, para rematar la estupidez. Y ambas sonrieron, por lo patético del momento, supongo. Desde entonces son amigas, amigas de pacotilla, pero amigas, al fin y al cabo.
Irene la dependienta, le deja escurrirse entre los pasillos con total libertad, sin atosigar, mientras ella se echa una pulverización en la muñeca izquierda. No mezcla, que no está bonito eso de revolver personas y sentimientos. Las colonias también necesitan sentir que tienen un espacio en tí, y que es sólo suyo, que no las va a tapar nadie más. Irene la dependienta al principio la miraba extrañada, pues siempre se pulverizaba con predilección el mismo perfume, ese con las dos letras del frasco transparente, y nunca se había decidido a comprarlo. Irene la explicaba en silencio que todo ese ritual lo hacía por amor, como casi todo lo que hace, en realidad. Porque respirar aquella fragancia, y llevársela de paseo allá donde fuera ella, le hacía pensar en esa persona a quien pertenecía y estar con ella las horas que duraba el perfume.
Es su forma, en definitiva, de abrazar presencias no presentes, invisibles, posibles, futuras, condicionales, lejanas. El día que encuentre un método mejor, Irene la dependienta, echará mucho de menos a su peor clienta.
El mundo de las colonias es, quizá, el más anárquico de todos los que frecuentamos. Cada cual huele como le apetece oler. No hay imposiciones -pues todos sabemos donde acaban esos frascos de perfume que te regalan tus familiares menos queridos-, ni normas válidas, no sirven los convencionalismos, ni existe regla ninguna en el momento de la elección. La libertad más absoluta. Aquí las contradicciones son aceptadas, es más, se dan con frecuencia. La persona más rancia puede usar un perfume fresco, la más sosa, uno afrutado y la más dulce, uno especiado. Todo vale. Es tan perfecto el mundo de los olores fabricados, que hasta el género desaparece. Da igual que seas hombre o mujer, que puedes elegir para tí cualquiera, independientemente de para quién fue ideado. Béndita maravilla.
Y ahora viene el asunto este del fetichismo. A Irene le gusta visitar perfumerías en busca de olores reconocidos. Fragancias que la llevan a personas que fueron o son importantes en su vida. Personas en las que, de sus abrazos, se desprendía un olor característicos que quedó a ella pegado. Porque, esa es otra, cada persona huele diferente. Es algo curioso, porque no hay tantas variedades de colonias diferentes, y en cambio, nunca ha encontrado, hasta ahora, a dos hombres o dos mujeres que olieran igual. Así que cada perfume es, para ella, una persona. Y también al contrario. Es el olor una etiqueta; un índice que apunta hacia alguien muy concreto.
Así que Irene se pasea por las perfumerías en busca de reencuentros. Acude siempre a la misma tienda, donde ya la conocen. Y lo hace por simpatía a la dependienta que el primer día le saludó coordialmente indicándole su nombre y lo dispuesta que estaba a ayudarla. Curiosamente se llamaba como ella, Irene, y eso no le pudo hacer más gracia. ¿Por qué las dependientas tienen tanto interés en mostrarse tan sobreactuadamente amables? ¿De dónde viene ese interés desmesurado en decirte cómo se llaman? ¿Qué pretenden que hagas con esa información, que la felicites el día de su santo, o que la invites a una caña después de la compra? Y lo que es más importante, ¿cómo se responde a esa apelación de bienvenida? Deberían dar un manual del comprador en todos los colegios, está claro. El caso es que algo tenía que decir, pues Irene la dependienta, la miraba con ojos expectantes, así que respondió, sin pensar, que es como se cometen las mayores gilipolleces, "Yo también". Y la mirada pasó de expectante a estupefacta. "Yo también me llamo Irene", añadió, para rematar la estupidez. Y ambas sonrieron, por lo patético del momento, supongo. Desde entonces son amigas, amigas de pacotilla, pero amigas, al fin y al cabo.
Irene la dependienta, le deja escurrirse entre los pasillos con total libertad, sin atosigar, mientras ella se echa una pulverización en la muñeca izquierda. No mezcla, que no está bonito eso de revolver personas y sentimientos. Las colonias también necesitan sentir que tienen un espacio en tí, y que es sólo suyo, que no las va a tapar nadie más. Irene la dependienta al principio la miraba extrañada, pues siempre se pulverizaba con predilección el mismo perfume, ese con las dos letras del frasco transparente, y nunca se había decidido a comprarlo. Irene la explicaba en silencio que todo ese ritual lo hacía por amor, como casi todo lo que hace, en realidad. Porque respirar aquella fragancia, y llevársela de paseo allá donde fuera ella, le hacía pensar en esa persona a quien pertenecía y estar con ella las horas que duraba el perfume.
Es su forma, en definitiva, de abrazar presencias no presentes, invisibles, posibles, futuras, condicionales, lejanas. El día que encuentre un método mejor, Irene la dependienta, echará mucho de menos a su peor clienta.
lunes, abril 27, 2009
mucho petardeo
Irene se está volviendo una petarda de la hostia. Escucha a Mari Trini a todo volumen mientras sus vecinos de arriba aporrean su suelo, el techo de ella, clamando piedad. Sus padres la miran con aires de consternación. Piensan que entre el "Corazón contento" de Marisol, la sonrisa constante y la Meditación, la niña se les ha metido en una secta. Pero ella está permanentemente feliz y es eso lo único que la importa. Aunque, claro, eso también pasa cuando le lavan a una el cerebro...
Anda una borrasca allá arriba mojándonos a todos pero ella sigue creyendo que la primavera llegó para quedarse. Tiene ganas de enseñar las piernas, así que se ha comprado tres vestidos de lo más retro. Más petardeo, pero del que mola. Le han invitado a un guateque y ya sabe qué se va a poner para ir vintage y no desentonar. Le dirá a su madre que le enseñe a maquillarse como cuando ella era una golfa. Así dejará de pensar en el asunto de la secta para creer directamente que su hija se ha vuelto loca.
El otro día se animó, por aburrimiento, que es por lo que se suelen hacer las grandes cosas, a entrar a una tienda que le cae bien desde hace tiempo. La tienda le cae bien. Es raro, pero ella es así. Actúa por las pulsiones de buen rollo que le dan las personas, los lugares, y también las tiendas. Así que entró por aburrimiento y salió con una bolsa completita. Le vendieron una crema para la cara que está hecha de cristales de azúcar. La dependienta le contó que el azúcar absorve y mantiene tanto la humedad que podría crecer un cactus en cristales de azúcar. Irene sólo espera que no le crezca ninguno en su cara.
El caso es que si alguien le chupa ahora la cara, le sabrá dulce. No está segura todavía, tiene que comprobarlo...
Junto al 'suero facial' (que es otra forma de llamar a la crema con otro nombre para decir exactamente lo mismo pero encarecer el precio) se llevó una leche corporal de yogur, "comestible", apuntó muy seria la dependienta. Irene se quedó con ganas de pedir que le especificara un poco más, pues dudó de si en caso de hambre o necesidad imperiosa, podría pegarle un trago. Pero parece que no. Sigue pareciéndole, al extenderla, una crema normal y corriente. Tóxica por vía oral, aunque en la etiqueta no lo avise. Y debería, porque le dan ganas de comprobar por sí misma si le han engañado en su compra. Una nunca puede estar segura de lo que compra, si no lo puede probar.
Sigue durmiendo abrazada al cojín que Ella le regaló. A ver si así, por casualidad, consigue mandarle un poco de esas buenas energías que tanto le sobran y a Ella tanto le faltan. El cojín, por cierto, también es del rollo psicodélico-retro-ochentero.
Se ha vuelto a pintar las uñas de color naranja-mandarina. Echa de menos su pijama y se olvidó de sacar una foto de alguna de las noches que durmió cerca de él. Las noches no han vuelto a ser lo mismo. Y los días tampoco, para qué engañarse. Y eso no es petardo, es una lástima, sin más.
Y sigue mirando opciones para la aventura de vivir y trabajar fuera en unos meses. Qué difícil es el Neerlandés. Podrían haberlo inventado más sencillo. La gente que crea los idiomas tiene muy mala leche. Así no hay quien se entere. A saber dónde acabarán... Espera que lo que sea de ellas finalmente, resulte de una decisión conjunta y así puedan compartir la culpa en caso de que todo sea un desastre. Pero será un desastre divertido, en todo caso, porque con ella al lado, no hay nada que no lleve una sonrisa por contagio adjunta.
Se pelea con los mapas, la wikipedia y las páginas de alquiler de vivienda temporal, con los tres al mismo tiempo, en un claro desequilibrio injusto de fuerzas. A este paso le van a acabar estropeando la manicura...
Anda una borrasca allá arriba mojándonos a todos pero ella sigue creyendo que la primavera llegó para quedarse. Tiene ganas de enseñar las piernas, así que se ha comprado tres vestidos de lo más retro. Más petardeo, pero del que mola. Le han invitado a un guateque y ya sabe qué se va a poner para ir vintage y no desentonar. Le dirá a su madre que le enseñe a maquillarse como cuando ella era una golfa. Así dejará de pensar en el asunto de la secta para creer directamente que su hija se ha vuelto loca.
El otro día se animó, por aburrimiento, que es por lo que se suelen hacer las grandes cosas, a entrar a una tienda que le cae bien desde hace tiempo. La tienda le cae bien. Es raro, pero ella es así. Actúa por las pulsiones de buen rollo que le dan las personas, los lugares, y también las tiendas. Así que entró por aburrimiento y salió con una bolsa completita. Le vendieron una crema para la cara que está hecha de cristales de azúcar. La dependienta le contó que el azúcar absorve y mantiene tanto la humedad que podría crecer un cactus en cristales de azúcar. Irene sólo espera que no le crezca ninguno en su cara.
El caso es que si alguien le chupa ahora la cara, le sabrá dulce. No está segura todavía, tiene que comprobarlo...
Junto al 'suero facial' (que es otra forma de llamar a la crema con otro nombre para decir exactamente lo mismo pero encarecer el precio) se llevó una leche corporal de yogur, "comestible", apuntó muy seria la dependienta. Irene se quedó con ganas de pedir que le especificara un poco más, pues dudó de si en caso de hambre o necesidad imperiosa, podría pegarle un trago. Pero parece que no. Sigue pareciéndole, al extenderla, una crema normal y corriente. Tóxica por vía oral, aunque en la etiqueta no lo avise. Y debería, porque le dan ganas de comprobar por sí misma si le han engañado en su compra. Una nunca puede estar segura de lo que compra, si no lo puede probar.
Sigue durmiendo abrazada al cojín que Ella le regaló. A ver si así, por casualidad, consigue mandarle un poco de esas buenas energías que tanto le sobran y a Ella tanto le faltan. El cojín, por cierto, también es del rollo psicodélico-retro-ochentero.
Se ha vuelto a pintar las uñas de color naranja-mandarina. Echa de menos su pijama y se olvidó de sacar una foto de alguna de las noches que durmió cerca de él. Las noches no han vuelto a ser lo mismo. Y los días tampoco, para qué engañarse. Y eso no es petardo, es una lástima, sin más.
Y sigue mirando opciones para la aventura de vivir y trabajar fuera en unos meses. Qué difícil es el Neerlandés. Podrían haberlo inventado más sencillo. La gente que crea los idiomas tiene muy mala leche. Así no hay quien se entere. A saber dónde acabarán... Espera que lo que sea de ellas finalmente, resulte de una decisión conjunta y así puedan compartir la culpa en caso de que todo sea un desastre. Pero será un desastre divertido, en todo caso, porque con ella al lado, no hay nada que no lleve una sonrisa por contagio adjunta.
Se pelea con los mapas, la wikipedia y las páginas de alquiler de vivienda temporal, con los tres al mismo tiempo, en un claro desequilibrio injusto de fuerzas. A este paso le van a acabar estropeando la manicura...
jueves, abril 23, 2009
sant jordi sin posología
"El amor es un millón de enfermedades distintas".
Se lo acaban de descubrir en un libro un par de palabras antes de que parara para pensar sobre ello. La literatura a veces sólo se dedica a poner por escrito las cosas que ya sabes pero que jamás te paraste a parafrasear. Y a veces es necesario que se plasmen con rotundidad estas ideas, aunque sólo sea para hacer contacto en las mentes, cuando lo hace, y en quién lo hace, y puedas reflexionar unos instantes. Pero claro, también podría Irene haber dejado pasar esa frase entre la multitud de letras agolpadas del libro de Alfaguara y que cayeran por inercia al suelo después de ser leídas, o pretendidamente leídas, que también es habitual. Porque, sí, aunque nadie lo crea, las palabras se caen. Sólo quedan sujetas al papel hasta que tus ojos pasan por ellas. Después, son polvo en el aire. Puede que sea por eso por lo que ahora ha tomado la costumbre de pegar uno de esos papelitos a modos de post-it que debió de inventar Scotch para, como dicen, "diversificar el mercado". Sabes a los que me refiero: esas tiras estrechas de colorines que sirven para marcar páginas. Con ellas, Irene sujeta las frases que le gustan, aquellas con las que se quiere quedar, y ésta, sin duda, es una de ellas. Para la posterioridad.
"El amor es un millón de enfermedades distintas."
Se lo repite para sí misma en busca de un posicionamiento. Porque necesita situarse en relación a esa sentencia en torno a un acuerdo o desacuerdo. Y piensa inmediatamente en Ella. Sí, definitivamente, el amor debe consistir en mucha enfermedad. Virus que atacan a la autoestima, infecciones en el orgullo, metástasis en la atención, bacterias que se cristalizan en la soledad, tumores en los celos, la posesividad, la exclusividad, la desconfianza. Enfermedades todas ellas del ego, fundamentalmente.
Pero eso no puede ser amor. De pronto ya no está de acuerdo. Eso que enferma no es amor. No es el amor que ella siente. No es lo que ha conseguido sentir. El amor de verdad, el que podría escribirse en mayúsuculas, o no escribirse directamente, no duele.
Deja de pensar en Ella para pensar en sí misma. Hace mucho que no llora por amor. Y la última vez que lo hizo, seguramente fue, precisamente, porque ya no quedaba amor. Porque cuando hay amor, hay luz y hay sonrisas y hay aventuras y hay felicidad y hay viajes y hay cariño y hay calor y hay disfrute. Todo lo demás, son manipulaciones de un sentimiento que algunos se han empeñado en llamarlo como no es. Y esta tergiversación es el principio de la pandemia; lo que verdaderamente hace daño. El primer virus inoculado en los corazones de los sufrientes.
Hay sentimientos que parecen amor, pero en realidad son otra cosa. Aunque también hay sentimientos que parecen otra cosa, y en realidad es amor.
La vida es divertida. Puedes tirarte meses preguntándote si esa persona te quiere o te ve sólo como amiga, y mientras tanto no hacer nada. Y puedes gastar otros cuantos meses preguntándote a tí misma si quieres de verdad a esa persona o la ves sólo como amiga, y mientras tanto, y por supuesto, no hacer nada. Qué estúpido puede llegar a ser el hombre. Algún día, puesta a perder tiempo, piensa calcular la de meses y días que una persona puede perder a lo largo de su existencia con elucubraciones gaseosas de este tipo.
Irene lleva algo más de dos meses brillando por dentro. Algunos lo han visto. Otros no. Pero eso le es indiferente. Destila amor y lo regala, sin condiciones, sin miramientos, sin tapujos, sin límites, sin esperar nada a cambio. Y cree fielmente que nunca antes había sido tan feliz. Y sí, el amor se regala. No es una arbitrariedad, ni un juego lírico de palabras. No se compra, ni se intercambia, ni se persigue, ni se pide. Se da. Y ella da. Y sabe que eso que da es material limpio. No hay virus, ni bacterias, y mucho menos enfermedad. Quizá sea porque ha encontrado la filosofía que más perfectamente se ajusta a su vida. Quizá sea porque le han ayudado mucho. Quizá sea el arrope. Quizá sea por aquella chica a la que nunca dejará de agradecer. Quizá sea porque ha visto la luz. Quizá sea por una droga súper fuerte que el gobierno le está metiendo al agua del Canal que va a parar a su grifo. Quizá sea porque ya era hora. Quizá sea porque se cansó de perder el tiempo. Algún día lo sabrá, pero no tiene ninguna prisa. El caso es que funciona. Y cuando algo funciona, es que funciona.
Está segura. El amor no es un millón de enfermedades distintas. Y estos dos meses y pico han sido el comienzo del resto de su vida.
Se lo acaban de descubrir en un libro un par de palabras antes de que parara para pensar sobre ello. La literatura a veces sólo se dedica a poner por escrito las cosas que ya sabes pero que jamás te paraste a parafrasear. Y a veces es necesario que se plasmen con rotundidad estas ideas, aunque sólo sea para hacer contacto en las mentes, cuando lo hace, y en quién lo hace, y puedas reflexionar unos instantes. Pero claro, también podría Irene haber dejado pasar esa frase entre la multitud de letras agolpadas del libro de Alfaguara y que cayeran por inercia al suelo después de ser leídas, o pretendidamente leídas, que también es habitual. Porque, sí, aunque nadie lo crea, las palabras se caen. Sólo quedan sujetas al papel hasta que tus ojos pasan por ellas. Después, son polvo en el aire. Puede que sea por eso por lo que ahora ha tomado la costumbre de pegar uno de esos papelitos a modos de post-it que debió de inventar Scotch para, como dicen, "diversificar el mercado". Sabes a los que me refiero: esas tiras estrechas de colorines que sirven para marcar páginas. Con ellas, Irene sujeta las frases que le gustan, aquellas con las que se quiere quedar, y ésta, sin duda, es una de ellas. Para la posterioridad.
"El amor es un millón de enfermedades distintas."
Se lo repite para sí misma en busca de un posicionamiento. Porque necesita situarse en relación a esa sentencia en torno a un acuerdo o desacuerdo. Y piensa inmediatamente en Ella. Sí, definitivamente, el amor debe consistir en mucha enfermedad. Virus que atacan a la autoestima, infecciones en el orgullo, metástasis en la atención, bacterias que se cristalizan en la soledad, tumores en los celos, la posesividad, la exclusividad, la desconfianza. Enfermedades todas ellas del ego, fundamentalmente.
Pero eso no puede ser amor. De pronto ya no está de acuerdo. Eso que enferma no es amor. No es el amor que ella siente. No es lo que ha conseguido sentir. El amor de verdad, el que podría escribirse en mayúsuculas, o no escribirse directamente, no duele.
Deja de pensar en Ella para pensar en sí misma. Hace mucho que no llora por amor. Y la última vez que lo hizo, seguramente fue, precisamente, porque ya no quedaba amor. Porque cuando hay amor, hay luz y hay sonrisas y hay aventuras y hay felicidad y hay viajes y hay cariño y hay calor y hay disfrute. Todo lo demás, son manipulaciones de un sentimiento que algunos se han empeñado en llamarlo como no es. Y esta tergiversación es el principio de la pandemia; lo que verdaderamente hace daño. El primer virus inoculado en los corazones de los sufrientes.
Hay sentimientos que parecen amor, pero en realidad son otra cosa. Aunque también hay sentimientos que parecen otra cosa, y en realidad es amor.
La vida es divertida. Puedes tirarte meses preguntándote si esa persona te quiere o te ve sólo como amiga, y mientras tanto no hacer nada. Y puedes gastar otros cuantos meses preguntándote a tí misma si quieres de verdad a esa persona o la ves sólo como amiga, y mientras tanto, y por supuesto, no hacer nada. Qué estúpido puede llegar a ser el hombre. Algún día, puesta a perder tiempo, piensa calcular la de meses y días que una persona puede perder a lo largo de su existencia con elucubraciones gaseosas de este tipo.
Irene lleva algo más de dos meses brillando por dentro. Algunos lo han visto. Otros no. Pero eso le es indiferente. Destila amor y lo regala, sin condiciones, sin miramientos, sin tapujos, sin límites, sin esperar nada a cambio. Y cree fielmente que nunca antes había sido tan feliz. Y sí, el amor se regala. No es una arbitrariedad, ni un juego lírico de palabras. No se compra, ni se intercambia, ni se persigue, ni se pide. Se da. Y ella da. Y sabe que eso que da es material limpio. No hay virus, ni bacterias, y mucho menos enfermedad. Quizá sea porque ha encontrado la filosofía que más perfectamente se ajusta a su vida. Quizá sea porque le han ayudado mucho. Quizá sea el arrope. Quizá sea por aquella chica a la que nunca dejará de agradecer. Quizá sea porque ha visto la luz. Quizá sea por una droga súper fuerte que el gobierno le está metiendo al agua del Canal que va a parar a su grifo. Quizá sea porque ya era hora. Quizá sea porque se cansó de perder el tiempo. Algún día lo sabrá, pero no tiene ninguna prisa. El caso es que funciona. Y cuando algo funciona, es que funciona.
Está segura. El amor no es un millón de enfermedades distintas. Y estos dos meses y pico han sido el comienzo del resto de su vida.
lunes, abril 20, 2009
contra las despedidas de Barcelona
Los viajes son como un puzzle sin caja. Los vas haciendo sin la proyección del resultado final. Y éste llega poco a poco. Quizá tardes un día más en completarlo de lo que pensaste en un primer momento, pero al final queda tan lindo que sólo puedes sonreir y con suerte, colgarlo en un lugar privilegiado para que lo vea todo el mundo.
Cogí un tren que viajaba a 290 km/h. Demasiado rápido, pero justo lo necesario. Cuando comienzas a caminar sientes esa imperiosa necesidad de llegar lo antes posible a tu destino. Y a veces cuesta desacelerar. Por eso me tuvieron que advertir, una vez ya en Barcelona, que aflojara el ritmo. Que ya había llegado y que sólo quedaba disfrutar. Cuesta dejarse llevar por esto del gozo, pero una vez que lo consigues, es tan satisfactorio que no logras andar más deprisa.
Una ciudad a tus pies es como un dulce en un escaparate. Si nos dieran un mazo, caería sobre las ciudades un chubasco de cristales imposible de evitar.
El primer abrazo sucedió bajo la megafonía de una estación. Los encuentros entre viajeros son una catarsis de emociones, eso es indudable. Y cuando hay una maleta grande de por medio, las sensaciones se tropiezan sin querer. Una comida en compañía improvisada. Y de aperitivo, el segundo de los abrazos y el más necesario de ellos. Llueve en Barcelona, pero sólo hasta después de comer. El café, que no no fue café, sino una botella de vino blanco en compañía de nombres conocidos, adelantaba el siguiente de los encuentros, y con él, el tercero de los abrazos más importantes. El más deseado, esta vez. El que más había soñado. Allí, en el mismo lugar que la primera vez hace ya año y medio, en mitad de esa plaza que será nuestra para siempre, pase lo que pase. Alguien debió haber hecho una foto, porque me gustaría guardar ese instante pegado con celo detrás de la puerta de mi habitación. Un paseo improvisado por el Raval, mezclando nuestros pasos con los de extraños viandantes, ninguno de ellos más extraño que cualquiera de las dos. Una cerveza, allí, en ese sitio perfecto, uno de esos oasis de esos que encuentras por casualidad y que se convierte en ideal en ese momento. Cuarto encuentro, cargado de ilusión. Una niña especial, de esas que conviene guardar cerca por si se necesita echar mano de ella, apareció en el momento más adecuado, aunque quizá no fuera el más oportuno. Porque, esa es otra, las cosas bonitas no siempre suceden en el mejor de los momentos. Más conversación en torno a una mesa en un sitio coqueto. Un gran descubrimiento que me guardo en mi agenda, esperando saber cómo volver. Y en caso de que no, ahora sabré a quién puedo acudir para que me lleve de nuevo.
Cae la noche, y el cansancio apremia. Nunca sentó tan bien volver a casa. A casa de verdad, que no era la mía, sino la de mi ángel. Su cuarto, su madre, su cama, su hogar. Quiso compartirlo todo conmigo, y fue éste, quizá, el regalo más grande que me hicieron en todo el fin de semana.
A veces cuesta dormir cuando una está tan tranquila.
A veces cuesta conciliar el sueño cuando el corazón goza de felicidad.
A veces te despiertas y decides que te vas a Port Aventura. A veces simplemente desayunas. La vida, si no está llena de emociones fuertes de vez en cuando se vuelve un auténtico coñazo. Y cuando necesitas descargarte, lo mejor que puedes hacer es coger el coche y dejar el desayuno para el camino. Una hora y media de viaje sin pérdidas para llegar a China, Indonesia, el Lejano Oeste y México, en un ritmo perfecto, en armonía sin igual. La 105 sonando a todo volúmen a través de las ventanillas del Saxo que viajaba sin la 'L' trasera. Para qué. Dejar de ser nóvel no lo marca la ley, sino una misma en un brote de confianza escurriéndose con el coche en marcha y arrancándala de cuajo. Jamás me sentí tan segura en un coche ajeno, por mucho ruido extraño que sonara de fondo.
Lo bueno de los parques temáticos, es que te sientes una extraña entre extraños, y eso te da libertad para hacer lo que te de la gana. Como chillar cosas que nadie oye, pero que sientes de verdad, en una atracción que pasa de 0 a 140km/h en 3 segundos. Decirle que la quieres por si es la última vez que tu corazón puede latir. Gritar hasta quedarte afónica. O hasta que te nazca un alegre dolor de cabeza. Preparar un bocadillo perfecto en un picnic sobre la marcha. Montarte tres veces en el Dragon Khan, y cumplir una de las cosas que no había hecho en la vida. Una más que tachar de la lista. Saltarte las ballas de las colas como una quinceañera trapecista. Descojonarte de la niña a la que se le salió la ortodoncia en La Estampida. Morirte de miedo en el primer vagón del Tren del Diablo. Y seguir agradecida por la mejor compañía de entre todas las posibles. Esa que estaba a tu lado y cogía tu mano mientras te mentía "ya verás como esta es más flojita". Todo mentira. Pero mentira feliz. Montarte en el coche cuando cierran el Parque, sintiéndote como nueva, como si te hubieran cambiado el cuerpo. O mejor, como si tu energía a tanta velocidad se hubiera limpiado por completo. Ya nada importaba, nada hubiera importado.
Una cena larga, después de una ducha necesaria, con jabón y sin toallitas, fresca y reluciente, dispuesta a vivir la noche, cualquiera que fuera las caras que te mostrara. Porque las noches son así; sabes como empiezan, pero nadie te puede decir cómo terminarán. Quinto abrazo, el más querido. El que más se hizo de rogar. Una cena larga, entre palillos, cómo no, con astros de por medio, con aserciones con extrema puntería y cuatro cocktails y un café y un camarero con mucha gracia.
Una noche en diferente compañía, esta vez no en casa, no con ella pero sí larga, muy larga.
A veces cuesta dormir cuando hay tanto de lo que hablar.
A veces cuesta conciliar el sueño cuando todo se mueve tan deprisa.
Si no cuento más es porque no quiero. Si no digo más, es porque me lo guardo para mí.
El primer adios no siempre es el más fácil, pero casi siempre es el menos complicado.
Volverla a encontrar, donde la cena del día anterior, las dos con el mismo vestido, como si no hubiera pasado la noche entre medias. Volver a casa, que sigue sin ser la mía, pero que cada día lo es un poco más. Una comida casera de mamá, que no es mi mamá. Un té familiar, en un sofá que no es el de mi salón. Sentir la calma apoyada en su cariño, con una estabilidad pasmosa entre tanto movimiento. Superar el vértigo si es a su lado. Sentirme tan arropada, tan asistida, tan ayudada, tan comprendida, tan protegida. No sé cómo he tardado tanto en conocer a mi ángel particular.
Volver a coger el coche, para, esta vez, lanzarnos a la aventura de los pueblos del interior.
Una 'gasulinera' en mitad de la nada, 20 euros. Dar veinticinco vueltas a una rotonda a la espera de tomar una decisión sobre nuestro próximo destino, un mareo merecido. Encontrar un pantano donde dos chinos pescan pezqueñines sin licencia, no tiene precio.
Nadie podría haber imaginado que semejante restaurante existía en ese pueblo. Una cena maravillosa, bebiéndonos el cansancio acumulado durante todo el viaje y tomar de postre crema catalana es la guinda perfecta para tres días inolvidables.
Los viajes no terminan cuando una dice que terminan; acaban cuando tienen que acabar. Lo dije antes, el puzzle requirió un día más. Un bonus que guardaba mi ángel en su manga para regalarme cuando más lo necesitaba ese comodín de vida extra que te obsequian en los videojuegos para que sigas disfrutando un poco más. Porque te lo has merecido. Sólo que aquí la realidad superaba a la ficción, con creces.
La segunda visita a un veterinario que no es el mío, en menos de un mes. Voy sobrepasando mis puntos delirantes. Algún día tendré que cambiar mi nombre y ponerlo en superlativo.
La playa está tantas veces más cerca de lo que crees que cuando lo descubres te la quieres beber entera. Qué resfrescante sensación la de respirar el mar tan profundamente que se hielan tus entrañas al paso de esa brisa por tus interioridades. Meditar, visualizar, mandar amor, canalizar energía positiva. A veces a quién, de lo cerca que está, temes que se electrocute con la corriente. Pocas paellas supieron tan ricas. Pocas comidas salieron tan bien. De nuevo alguien podría haber hecho una foto de ese instante, y esta vez, así fue.
Cuando tienes que llegar a una estación de tren para despedirte, todo va más lento. De pronto se pone la nube negra encima, que sale de la nada de ese cielo azul celeste que nos envolvió todo el fin de semana, se amontonan los coches en las carreteras, los atascos no quieren que llegues a tiempo, y al final acabas llegando y por desgracia no perdiste el tren.
El último abrazo es el peor. De eso no hay duda. Es, además, el que menos dura. El que más escuece. Echar de menos sin lágrimas de por medio y sabiendo que volverás pronto es lo más bello que puedes llevar de equipaje de mano. Más todavía que todos los recuerdos bonitos que se amontonan en tu maleta. Por eso está a rebosar. Por eso no lograbas cerrarla del todo. Ahora se comprende. Era toda esa felicidad que se te hincha por momentos, también en tu mochila. Esa agradable sensación que te devuelve el equilibrio y te hace no poder parar de agradecer.
Hay viajes que no salen perfectos, pero sin embargo lo son.
Esta noche me voy a pintar las uñas de color naranja mandarina. Como su pijama.
Cogí un tren que viajaba a 290 km/h. Demasiado rápido, pero justo lo necesario. Cuando comienzas a caminar sientes esa imperiosa necesidad de llegar lo antes posible a tu destino. Y a veces cuesta desacelerar. Por eso me tuvieron que advertir, una vez ya en Barcelona, que aflojara el ritmo. Que ya había llegado y que sólo quedaba disfrutar. Cuesta dejarse llevar por esto del gozo, pero una vez que lo consigues, es tan satisfactorio que no logras andar más deprisa.
Viernes vertiginoso
Una ciudad a tus pies es como un dulce en un escaparate. Si nos dieran un mazo, caería sobre las ciudades un chubasco de cristales imposible de evitar.
El primer abrazo sucedió bajo la megafonía de una estación. Los encuentros entre viajeros son una catarsis de emociones, eso es indudable. Y cuando hay una maleta grande de por medio, las sensaciones se tropiezan sin querer. Una comida en compañía improvisada. Y de aperitivo, el segundo de los abrazos y el más necesario de ellos. Llueve en Barcelona, pero sólo hasta después de comer. El café, que no no fue café, sino una botella de vino blanco en compañía de nombres conocidos, adelantaba el siguiente de los encuentros, y con él, el tercero de los abrazos más importantes. El más deseado, esta vez. El que más había soñado. Allí, en el mismo lugar que la primera vez hace ya año y medio, en mitad de esa plaza que será nuestra para siempre, pase lo que pase. Alguien debió haber hecho una foto, porque me gustaría guardar ese instante pegado con celo detrás de la puerta de mi habitación. Un paseo improvisado por el Raval, mezclando nuestros pasos con los de extraños viandantes, ninguno de ellos más extraño que cualquiera de las dos. Una cerveza, allí, en ese sitio perfecto, uno de esos oasis de esos que encuentras por casualidad y que se convierte en ideal en ese momento. Cuarto encuentro, cargado de ilusión. Una niña especial, de esas que conviene guardar cerca por si se necesita echar mano de ella, apareció en el momento más adecuado, aunque quizá no fuera el más oportuno. Porque, esa es otra, las cosas bonitas no siempre suceden en el mejor de los momentos. Más conversación en torno a una mesa en un sitio coqueto. Un gran descubrimiento que me guardo en mi agenda, esperando saber cómo volver. Y en caso de que no, ahora sabré a quién puedo acudir para que me lleve de nuevo.
Cae la noche, y el cansancio apremia. Nunca sentó tan bien volver a casa. A casa de verdad, que no era la mía, sino la de mi ángel. Su cuarto, su madre, su cama, su hogar. Quiso compartirlo todo conmigo, y fue éste, quizá, el regalo más grande que me hicieron en todo el fin de semana.
A veces cuesta dormir cuando una está tan tranquila.
A veces cuesta conciliar el sueño cuando el corazón goza de felicidad.
Sábado de emociones fuertes
A veces te despiertas y decides que te vas a Port Aventura. A veces simplemente desayunas. La vida, si no está llena de emociones fuertes de vez en cuando se vuelve un auténtico coñazo. Y cuando necesitas descargarte, lo mejor que puedes hacer es coger el coche y dejar el desayuno para el camino. Una hora y media de viaje sin pérdidas para llegar a China, Indonesia, el Lejano Oeste y México, en un ritmo perfecto, en armonía sin igual. La 105 sonando a todo volúmen a través de las ventanillas del Saxo que viajaba sin la 'L' trasera. Para qué. Dejar de ser nóvel no lo marca la ley, sino una misma en un brote de confianza escurriéndose con el coche en marcha y arrancándala de cuajo. Jamás me sentí tan segura en un coche ajeno, por mucho ruido extraño que sonara de fondo.
Lo bueno de los parques temáticos, es que te sientes una extraña entre extraños, y eso te da libertad para hacer lo que te de la gana. Como chillar cosas que nadie oye, pero que sientes de verdad, en una atracción que pasa de 0 a 140km/h en 3 segundos. Decirle que la quieres por si es la última vez que tu corazón puede latir. Gritar hasta quedarte afónica. O hasta que te nazca un alegre dolor de cabeza. Preparar un bocadillo perfecto en un picnic sobre la marcha. Montarte tres veces en el Dragon Khan, y cumplir una de las cosas que no había hecho en la vida. Una más que tachar de la lista. Saltarte las ballas de las colas como una quinceañera trapecista. Descojonarte de la niña a la que se le salió la ortodoncia en La Estampida. Morirte de miedo en el primer vagón del Tren del Diablo. Y seguir agradecida por la mejor compañía de entre todas las posibles. Esa que estaba a tu lado y cogía tu mano mientras te mentía "ya verás como esta es más flojita". Todo mentira. Pero mentira feliz. Montarte en el coche cuando cierran el Parque, sintiéndote como nueva, como si te hubieran cambiado el cuerpo. O mejor, como si tu energía a tanta velocidad se hubiera limpiado por completo. Ya nada importaba, nada hubiera importado.
Una cena larga, después de una ducha necesaria, con jabón y sin toallitas, fresca y reluciente, dispuesta a vivir la noche, cualquiera que fuera las caras que te mostrara. Porque las noches son así; sabes como empiezan, pero nadie te puede decir cómo terminarán. Quinto abrazo, el más querido. El que más se hizo de rogar. Una cena larga, entre palillos, cómo no, con astros de por medio, con aserciones con extrema puntería y cuatro cocktails y un café y un camarero con mucha gracia.
Una noche en diferente compañía, esta vez no en casa, no con ella pero sí larga, muy larga.
A veces cuesta dormir cuando hay tanto de lo que hablar.
A veces cuesta conciliar el sueño cuando todo se mueve tan deprisa.
Si no cuento más es porque no quiero. Si no digo más, es porque me lo guardo para mí.
Domingo astromántico
El primer adios no siempre es el más fácil, pero casi siempre es el menos complicado.
Volverla a encontrar, donde la cena del día anterior, las dos con el mismo vestido, como si no hubiera pasado la noche entre medias. Volver a casa, que sigue sin ser la mía, pero que cada día lo es un poco más. Una comida casera de mamá, que no es mi mamá. Un té familiar, en un sofá que no es el de mi salón. Sentir la calma apoyada en su cariño, con una estabilidad pasmosa entre tanto movimiento. Superar el vértigo si es a su lado. Sentirme tan arropada, tan asistida, tan ayudada, tan comprendida, tan protegida. No sé cómo he tardado tanto en conocer a mi ángel particular.
Volver a coger el coche, para, esta vez, lanzarnos a la aventura de los pueblos del interior.
Una 'gasulinera' en mitad de la nada, 20 euros. Dar veinticinco vueltas a una rotonda a la espera de tomar una decisión sobre nuestro próximo destino, un mareo merecido. Encontrar un pantano donde dos chinos pescan pezqueñines sin licencia, no tiene precio.
Nadie podría haber imaginado que semejante restaurante existía en ese pueblo. Una cena maravillosa, bebiéndonos el cansancio acumulado durante todo el viaje y tomar de postre crema catalana es la guinda perfecta para tres días inolvidables.
Lunes de sol y playa
Los viajes no terminan cuando una dice que terminan; acaban cuando tienen que acabar. Lo dije antes, el puzzle requirió un día más. Un bonus que guardaba mi ángel en su manga para regalarme cuando más lo necesitaba ese comodín de vida extra que te obsequian en los videojuegos para que sigas disfrutando un poco más. Porque te lo has merecido. Sólo que aquí la realidad superaba a la ficción, con creces.
La segunda visita a un veterinario que no es el mío, en menos de un mes. Voy sobrepasando mis puntos delirantes. Algún día tendré que cambiar mi nombre y ponerlo en superlativo.
La playa está tantas veces más cerca de lo que crees que cuando lo descubres te la quieres beber entera. Qué resfrescante sensación la de respirar el mar tan profundamente que se hielan tus entrañas al paso de esa brisa por tus interioridades. Meditar, visualizar, mandar amor, canalizar energía positiva. A veces a quién, de lo cerca que está, temes que se electrocute con la corriente. Pocas paellas supieron tan ricas. Pocas comidas salieron tan bien. De nuevo alguien podría haber hecho una foto de ese instante, y esta vez, así fue.
Cuando tienes que llegar a una estación de tren para despedirte, todo va más lento. De pronto se pone la nube negra encima, que sale de la nada de ese cielo azul celeste que nos envolvió todo el fin de semana, se amontonan los coches en las carreteras, los atascos no quieren que llegues a tiempo, y al final acabas llegando y por desgracia no perdiste el tren.
El último abrazo es el peor. De eso no hay duda. Es, además, el que menos dura. El que más escuece. Echar de menos sin lágrimas de por medio y sabiendo que volverás pronto es lo más bello que puedes llevar de equipaje de mano. Más todavía que todos los recuerdos bonitos que se amontonan en tu maleta. Por eso está a rebosar. Por eso no lograbas cerrarla del todo. Ahora se comprende. Era toda esa felicidad que se te hincha por momentos, también en tu mochila. Esa agradable sensación que te devuelve el equilibrio y te hace no poder parar de agradecer.
Hay viajes que no salen perfectos, pero sin embargo lo son.
Esta noche me voy a pintar las uñas de color naranja mandarina. Como su pijama.
jueves, abril 16, 2009
cosas que empiezan por 'A'
Puede sonar cualquier cosa y sin embargo nunca salta nada aleatorio. Es lo mejor de los modos éstos de las nuevas tecnologías, que eligen por tí. Y eso es un gran alivio. Ójala pudiera establecerse el modo aleatorio en la vida en general. Que una máquina sin corazón pudiera discriminar y escoger cuando presiones un botón. Así sería ella, y no una misma, quien se equivocara. Así tendríamos a quién cargarle la culpa. Pero no. Hasta en eso el ser humano es inteligente. Hay que equivocarse para poder rectificar y así, crecer. Esos horribles dichos populares que se crearon sólo para darte ánimos cuando todo le parece a una estar jodidamente mal, y que por supuesto, no sirven para nada. Lo más inútil que se ha creado con las palabras: las frases hechas. Pero siendo realistas, reconozcámoslo todos juntos, sin correciones la vida sería una mierda.
Así que suena ese dúo. De la nada. Del silencio de la noche que se va cerrando, empieza a destilar esa música alegre que contamina el alma, aunque su letra sea triste y meláncolica. Qué bien, ha logrado transformarla. Siempre le gustaron los dúos. Y no se acuerda de la razón...
Son sólo cuatro minutos y medio. Pocos segundos en conjunto para aprovechar y hacer algo mientras tanto. Algo bonito. Porque casi siempre, lo bonito es pequeño. O dura demasiado poco. Menos en el sexo, claro.
¿Qué podría hacer? Si se decidiera a recoger todo el caos que se amontona en su cuarto, seguramente ya no sería su misma habitación, y para un sitio donde menos es una extraña para sí, hay que proteger ese horror vacui con todas las fuerzas. Piensa en mañana, pasando antes por hoy. Rebobina esas 10 horas anteriores y con el ratón en la mano se dispone a seleccionar lo que no quiere guardar. Que hay episodios que pesan demasiado, y no quiere el disco duro se quede sin espacio. O peor, que la placa base se pete y acabe colgándose el sistema. No, todas las precauciones son pocas cuando se trata de evitar reinicios involuntarios. Al final se queda con cuatro o cinco cosas pequeñitas. Leves destellos en este día lluvioso y pesadamente gris que le dieron una luz particular. A saber: un encuentro fugaz en el Metro que le demuestra que Madrid es un pañuelo. Un café improvisado, excepcionalmente azucarado con un terrón, hoy que lo dulce se le hacía necesario. El acercamiento de una persona importante a través de una confesión triste y la promesa de, como siempre, devolverle la felicidad. Una sonrisa recuperada al otro lado del teléfono, de entre muchas lágrimas acumuladas. Y unos muffins para diabéticos, que seguro estarán deliciosos.
Ahora sí. La memoria queda con espacio suficiente para lo que tiene que grabar a partir de mañana. Y quiere que lo grabe bien. Con copia de seguridad, para que no se pierda nada. AVE. Andén. Abrazos. Amigos. Alegría. Amor. Abono para el Alma. Amaneceres. Aprovechar. Qué de cosas buenas empiezan por 'A'. Nunca te fijas hasta que empiezas a hacer repaso. El juego es entretenido, podría seguir haciendo lista de las cosas que guardará de su viaje durante toda la noche. Pero nunca le gustaron las listas, siempre acaban a medias y eso frustra a cualquiera y además, la canción está terminando y hay que aligerar. Otra con 'A'...
Sólo espera, por si el aleatorio sabe leer también el pensamiento, que la próxima canción sea aquella de Marisol...
Así que suena ese dúo. De la nada. Del silencio de la noche que se va cerrando, empieza a destilar esa música alegre que contamina el alma, aunque su letra sea triste y meláncolica. Qué bien, ha logrado transformarla. Siempre le gustaron los dúos. Y no se acuerda de la razón...
Son sólo cuatro minutos y medio. Pocos segundos en conjunto para aprovechar y hacer algo mientras tanto. Algo bonito. Porque casi siempre, lo bonito es pequeño. O dura demasiado poco. Menos en el sexo, claro.
¿Qué podría hacer? Si se decidiera a recoger todo el caos que se amontona en su cuarto, seguramente ya no sería su misma habitación, y para un sitio donde menos es una extraña para sí, hay que proteger ese horror vacui con todas las fuerzas. Piensa en mañana, pasando antes por hoy. Rebobina esas 10 horas anteriores y con el ratón en la mano se dispone a seleccionar lo que no quiere guardar. Que hay episodios que pesan demasiado, y no quiere el disco duro se quede sin espacio. O peor, que la placa base se pete y acabe colgándose el sistema. No, todas las precauciones son pocas cuando se trata de evitar reinicios involuntarios. Al final se queda con cuatro o cinco cosas pequeñitas. Leves destellos en este día lluvioso y pesadamente gris que le dieron una luz particular. A saber: un encuentro fugaz en el Metro que le demuestra que Madrid es un pañuelo. Un café improvisado, excepcionalmente azucarado con un terrón, hoy que lo dulce se le hacía necesario. El acercamiento de una persona importante a través de una confesión triste y la promesa de, como siempre, devolverle la felicidad. Una sonrisa recuperada al otro lado del teléfono, de entre muchas lágrimas acumuladas. Y unos muffins para diabéticos, que seguro estarán deliciosos.
Ahora sí. La memoria queda con espacio suficiente para lo que tiene que grabar a partir de mañana. Y quiere que lo grabe bien. Con copia de seguridad, para que no se pierda nada. AVE. Andén. Abrazos. Amigos. Alegría. Amor. Abono para el Alma. Amaneceres. Aprovechar. Qué de cosas buenas empiezan por 'A'. Nunca te fijas hasta que empiezas a hacer repaso. El juego es entretenido, podría seguir haciendo lista de las cosas que guardará de su viaje durante toda la noche. Pero nunca le gustaron las listas, siempre acaban a medias y eso frustra a cualquiera y además, la canción está terminando y hay que aligerar. Otra con 'A'...
Sólo espera, por si el aleatorio sabe leer también el pensamiento, que la próxima canción sea aquella de Marisol...
martes, abril 14, 2009
cosas tristes
Ahora ella sólo habla de amor. Como aquel personaje de libro, que muy lejos de la ficción, le pareció tan real que casi llegó a enamorarse de él.
No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que sólo hablaba de arte, otro en que sólo hablaba de cine, otro de política. No estrictamente en este órden. Pero ahora se da cuenta de que, siempre, siendo arte, cine o política el asunto de sus diálogos, también hablaba de amor. Ahora simplemente no puede encubrirlo tras otros asuntos. Ya sólo habla de amor. De puro amor.
El otro día alguien le dijo: "Tienes que aprender a escribir sobre cosas tristes". A Irene se le antojó extraño aquello. "La gente prefiere leer tus penas, porque quiere sentirse bien y no miserable en comparación. Y si no tienes penas, te las inventas". El melodrama vende. Las madres y abuelas, esos seres de sabiduría extrema, se los tragan a diario después del almuerzo. Algo querrá decir...
No es cruel, le advirtió, es el ser humano, que le ha tocado ser así. Ella rebatió. No todo el mundo, entonces, es humano. Sabe bien que los suyos, los que de verdad la quieren bien, los que están a su lado en una proximidad emocional sienten o deben sentir, que les basta esa mirada para saberla contenta, y ellos no temen a su felicidad porque de algún modo que aún no ha logrado descubrir, ha conseguido que contagie a la suya. Hace no mucho alguien hoy muy especial en su vida, que por aquellos momentos aún no lo era del todo, le dijo que ella había aparecido en su vida para hacerla feliz. Ha creado una epidemia. Los que se acercan a ella acaban enfermos de felicidad. Peligro social absoluto e imparable.
Pero luego está esa otra gente que no acaba de quererla bien. Porque están lejos. Lejos de ella. Porque no la conocen de verdad o porque olvidaron que en su momento lo hicieron. Y a esta gente les puede turbar que sea tan feliz a pesar de todo. Y todo puede ser cualquier cosa.
Irene puede contar que hacía mucho que no dormía acompañada. Pero aún así habrá quien pida en silencio el relato de todas las noches anteriores, frías y solitarias.
Puede responder que el calor de aquellas sábanas aún le persigue, pues caló tan profundo como esa sonrisa que ganó, para no perder nunca más, hace ya más de un mes. Y aún así, el oyente frustrado le tenderá un klinex por si finalmente se arrepiente y echa a llorar sus miserias, que no existen.
Y puede seguir sin salirle las lágrimas. Ha perdido la cuenta de cuándo fue la última vez que lloró de verdad, porque lo de aquella película no cuenta. Hace tanto, que fue en otra ciudad. Demasiado tiempo. Debería ser una buena señal...
Puede declarar que ha conocido a una gran persona. Quizá sea más de una.
Puede contar que acaba de empezar una lista de cosas que no ha hecho nunca y que se ha buscado una compañera sin igual para realizar algunas de ellas en compañía. Ya ha empezado a tachar las primeras. Y ahora anda mirando al cielo, en busca de la azotea más alta de Madrid.
Puede confesar que sigue paseando por el Retiro tres tardes a la semana, en busca de alguien que no termina de aparecer, pero que aparecerá.
Puede decir que se ha encontrado a sí misma en los ojos de un ser especial que pasaba por ahí de casualidad.
Puede afirmar que ha recuperado la fé en tantas cosas que ahora mismo podría llorar de emoción, y sin embargo no lo hace.
Puede constatar que ahora sus noches son más largas. Y sus mañanas también.
Puede asegurar que ha peleado con un cocodrilo en sueños, y que alguien le ha hecho el maravilloso regalo de respirar el olor inexistente de unas flores lejanas.
Puede defenderse aún más diciendo que no puede parar de escribir, ahora no, todavía no, porque se siente tan cómoda consigo misma que sólo de pensarlo escalofría.
Que sí, definitivamente, se han acortado las distancias entre ella y el mundo.
Pero nada de esto vale. Algo triste tiene que haber. Y si no lo encuentra, se lo tendrá que inventar. Si no fuera porque siempre se le dio mal la fantasía...
No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que sólo hablaba de arte, otro en que sólo hablaba de cine, otro de política. No estrictamente en este órden. Pero ahora se da cuenta de que, siempre, siendo arte, cine o política el asunto de sus diálogos, también hablaba de amor. Ahora simplemente no puede encubrirlo tras otros asuntos. Ya sólo habla de amor. De puro amor.
El otro día alguien le dijo: "Tienes que aprender a escribir sobre cosas tristes". A Irene se le antojó extraño aquello. "La gente prefiere leer tus penas, porque quiere sentirse bien y no miserable en comparación. Y si no tienes penas, te las inventas". El melodrama vende. Las madres y abuelas, esos seres de sabiduría extrema, se los tragan a diario después del almuerzo. Algo querrá decir...
No es cruel, le advirtió, es el ser humano, que le ha tocado ser así. Ella rebatió. No todo el mundo, entonces, es humano. Sabe bien que los suyos, los que de verdad la quieren bien, los que están a su lado en una proximidad emocional sienten o deben sentir, que les basta esa mirada para saberla contenta, y ellos no temen a su felicidad porque de algún modo que aún no ha logrado descubrir, ha conseguido que contagie a la suya. Hace no mucho alguien hoy muy especial en su vida, que por aquellos momentos aún no lo era del todo, le dijo que ella había aparecido en su vida para hacerla feliz. Ha creado una epidemia. Los que se acercan a ella acaban enfermos de felicidad. Peligro social absoluto e imparable.
Pero luego está esa otra gente que no acaba de quererla bien. Porque están lejos. Lejos de ella. Porque no la conocen de verdad o porque olvidaron que en su momento lo hicieron. Y a esta gente les puede turbar que sea tan feliz a pesar de todo. Y todo puede ser cualquier cosa.
Irene puede contar que hacía mucho que no dormía acompañada. Pero aún así habrá quien pida en silencio el relato de todas las noches anteriores, frías y solitarias.
Puede responder que el calor de aquellas sábanas aún le persigue, pues caló tan profundo como esa sonrisa que ganó, para no perder nunca más, hace ya más de un mes. Y aún así, el oyente frustrado le tenderá un klinex por si finalmente se arrepiente y echa a llorar sus miserias, que no existen.
Y puede seguir sin salirle las lágrimas. Ha perdido la cuenta de cuándo fue la última vez que lloró de verdad, porque lo de aquella película no cuenta. Hace tanto, que fue en otra ciudad. Demasiado tiempo. Debería ser una buena señal...
Puede declarar que ha conocido a una gran persona. Quizá sea más de una.
Puede contar que acaba de empezar una lista de cosas que no ha hecho nunca y que se ha buscado una compañera sin igual para realizar algunas de ellas en compañía. Ya ha empezado a tachar las primeras. Y ahora anda mirando al cielo, en busca de la azotea más alta de Madrid.
Puede confesar que sigue paseando por el Retiro tres tardes a la semana, en busca de alguien que no termina de aparecer, pero que aparecerá.
Puede decir que se ha encontrado a sí misma en los ojos de un ser especial que pasaba por ahí de casualidad.
Puede afirmar que ha recuperado la fé en tantas cosas que ahora mismo podría llorar de emoción, y sin embargo no lo hace.
Puede constatar que ahora sus noches son más largas. Y sus mañanas también.
Puede asegurar que ha peleado con un cocodrilo en sueños, y que alguien le ha hecho el maravilloso regalo de respirar el olor inexistente de unas flores lejanas.
Puede defenderse aún más diciendo que no puede parar de escribir, ahora no, todavía no, porque se siente tan cómoda consigo misma que sólo de pensarlo escalofría.
Que sí, definitivamente, se han acortado las distancias entre ella y el mundo.
Pero nada de esto vale. Algo triste tiene que haber. Y si no lo encuentra, se lo tendrá que inventar. Si no fuera porque siempre se le dio mal la fantasía...
domingo, abril 12, 2009
bricolaje
Irene había vuelto a fumar. Lo dejaba cada vez que empezaba una nueva relación en esa autopromesa de que todo iría a mejor, y con cada ruptura, volvía irremediablemente a sus Lucky. Qué pretendía con eso, nadie lo sabe. Quizá sólo se escondía tras cada calada la agradable sensación de estar quemando todo lo malo que el cigarrillo, y la historia que acababa de dar por finalizada, contenían para ella. Se fumaba los males, queda bonito decirlo así.
Ese día, recuperó su mechero con ganas. Hacía frío, demasiado frío, aunque la temporada del año no acompañaba para nada a las bajas temperaturas. Debía rondar la primavera cerca y los termómetros tiritaban con sólo una cifra. Habían bajado de pronto casi quince grados desde el café del desayuno hasta el de la merienda. Todo era raro. Demasiado raro. Como aquella escena que le montaron en el patio del colegio cuando no había cumplido ni 15 años, ese momento bochornoso que ahora no quiere recordar. El chico aquel que la miraba intensamente desde la cancha de fútbol desde que comenzó el curso, se había decido a desvelar su amor por ella a uno de sus amigos. Tremendo error, pensó, mejor no haberlo compartido. A veces los amores más bonitos son los que no se llegan a declarar, y por tanto, los que se viven en secreto. Gracias a la insensatez de la sinceridad de aquel imberbe tío alto tenía alrededor un espectáculo de masas. Todos sus compañeros se agolpaban en dos círculos concéntricos, uno en torno a él, otro en torno a ella, y ambos buscaban lo mismo; querían un beso. Suyo y de él, con vítores por banda sonora. Qué cosas. Sería su primero. Al menos el primer beso de verdad. A esas edades nos esforzamos en calificar de verdaderos o falsos los besos. Les damos demasiada importancia. Ahí empezamos a cometer el mayor de los errores. Pero aquel sería el verdadero, porque lo de ese lujurioso campamento de hacía un par de veranos por suerte quedó olvidado. Pero no hubo beso. Afortunadamente el chico resultó ser tímido. En cambio salió caballeroso, pues la acompañó a casa a la salida de clase, bajo ese paraguas grande que seguramente le había regalado su padre. Aquel día hacía frío, como ese día en que Irene volvió a fumar. Y también entonces, todo fue súper raro.
Lo peor de todo no es haber vuelto a fumar. Que nadie se engañe. Lo peor de todo es volver a romper. No es autodestrucción, de eso está segura. Quizá sea autoprotección. Puede. No es seguro. Posiblemente sea el curso natural del acontecer. A veces, no todo es perfecto. Quizá se trate de una grieta más sobre la que aplicar un pegote de yeso, para luego lijar y aplicar pintura de modo que nadie note la pequeña imperfección. Puede. Nunca se le dio bien el bricolaje, aunque se tragara decenas de programas por la tele cuando era pequeña. Es posible que sea eso. Pero de frente a su pared, a Irene se le antoja bonita esta pequeña fisura. De hecho, si se contorsiona un poco le parece verla a Ella reflejada en aquella hendidura. Como una marca de lo que hubo y aún exuda. Su rastro por su vida. El poso del amor, que aún rezuma porque aún vive. Una cicatriz de guerra más, sonríe. Un rasguño por ser descuidada en su batalla. La herida que la hace más fuerte. No entiende de arquitectura, pero parece que la pared aguantará. Los materiales son potentes y esto que ha construido es robusto y firme. Así que deja la paleta en el suelo y esconde el tapagrietas en un lado. No muy lejos, nunca se sabe si se hará más grande con el tiempo. Es lo malo de las fisuras, que hay que vigilarlas de cerca. Mete la mano en su bolsillo y saca otro cigarro. Así mejor. A fumarse los huecos.
Ese día, recuperó su mechero con ganas. Hacía frío, demasiado frío, aunque la temporada del año no acompañaba para nada a las bajas temperaturas. Debía rondar la primavera cerca y los termómetros tiritaban con sólo una cifra. Habían bajado de pronto casi quince grados desde el café del desayuno hasta el de la merienda. Todo era raro. Demasiado raro. Como aquella escena que le montaron en el patio del colegio cuando no había cumplido ni 15 años, ese momento bochornoso que ahora no quiere recordar. El chico aquel que la miraba intensamente desde la cancha de fútbol desde que comenzó el curso, se había decido a desvelar su amor por ella a uno de sus amigos. Tremendo error, pensó, mejor no haberlo compartido. A veces los amores más bonitos son los que no se llegan a declarar, y por tanto, los que se viven en secreto. Gracias a la insensatez de la sinceridad de aquel imberbe tío alto tenía alrededor un espectáculo de masas. Todos sus compañeros se agolpaban en dos círculos concéntricos, uno en torno a él, otro en torno a ella, y ambos buscaban lo mismo; querían un beso. Suyo y de él, con vítores por banda sonora. Qué cosas. Sería su primero. Al menos el primer beso de verdad. A esas edades nos esforzamos en calificar de verdaderos o falsos los besos. Les damos demasiada importancia. Ahí empezamos a cometer el mayor de los errores. Pero aquel sería el verdadero, porque lo de ese lujurioso campamento de hacía un par de veranos por suerte quedó olvidado. Pero no hubo beso. Afortunadamente el chico resultó ser tímido. En cambio salió caballeroso, pues la acompañó a casa a la salida de clase, bajo ese paraguas grande que seguramente le había regalado su padre. Aquel día hacía frío, como ese día en que Irene volvió a fumar. Y también entonces, todo fue súper raro.
Lo peor de todo no es haber vuelto a fumar. Que nadie se engañe. Lo peor de todo es volver a romper. No es autodestrucción, de eso está segura. Quizá sea autoprotección. Puede. No es seguro. Posiblemente sea el curso natural del acontecer. A veces, no todo es perfecto. Quizá se trate de una grieta más sobre la que aplicar un pegote de yeso, para luego lijar y aplicar pintura de modo que nadie note la pequeña imperfección. Puede. Nunca se le dio bien el bricolaje, aunque se tragara decenas de programas por la tele cuando era pequeña. Es posible que sea eso. Pero de frente a su pared, a Irene se le antoja bonita esta pequeña fisura. De hecho, si se contorsiona un poco le parece verla a Ella reflejada en aquella hendidura. Como una marca de lo que hubo y aún exuda. Su rastro por su vida. El poso del amor, que aún rezuma porque aún vive. Una cicatriz de guerra más, sonríe. Un rasguño por ser descuidada en su batalla. La herida que la hace más fuerte. No entiende de arquitectura, pero parece que la pared aguantará. Los materiales son potentes y esto que ha construido es robusto y firme. Así que deja la paleta en el suelo y esconde el tapagrietas en un lado. No muy lejos, nunca se sabe si se hará más grande con el tiempo. Es lo malo de las fisuras, que hay que vigilarlas de cerca. Mete la mano en su bolsillo y saca otro cigarro. Así mejor. A fumarse los huecos.
lunes, abril 06, 2009
de llaveros
Hace ya casi dos años de aquel día. Nadie lo recuerda con claridad, pero era verano, de eso no hay duda, y hacía calor, de hecho, posiblemente hacía un calor insoportable. Sería con seguridad una de esas tardes asfixiantes de Agosto en la que por más empeño que pongas no ocurre absolutamente nada en tu vida, quizá porque todos tus seres amigos se esconden cobardemente bajo techos amables y te dejan sola bajo el sol matador. Y era Barcelona, y en Barcelona el calor es siempre diferente, no se sabe con respecto a qué o a dónde, pero es diferente, y eso lo hace característico.
Ella debió sentir ese letargo aplastante cuando se conectó a Internet desde aquel Ciber deslocalizado. Ese día cualquiera, pero ese en particular, ella mandó un mensaje a una completa desconocida que había encontrado en una página de contactos. Era el aburrimiento, dice. Y ella lo olvidó, hoy ya no forma parte de su memoria, como ocurre con casi todo lo que hacemos sin darnos cuenta que se vuelve algo importante para un otro que no eres tú misma.
Aquel mensaje, que era el tercero que le enviaba en lo que iba de tarde, decía: "Debería cogerte, ponerte una anillita alrededor de tu cuerpo y llevarte de llavero a todas partes. Eres un punto de positivismo (y encima lo haces sin querer.) Aunque eso ya lo debes saber. Algo me dice que eres grande."
Ese fue el comienzo, la primera gota de todas las demás. El chorreo a partir de ahí podía ser imparable. Dicen que en carretera, el momento más peligroso es cuando caen las primeras gotas de lluvia o nieve después de un tiempo sin precipitación. Hay una gran sabiduría escondida tras las páginas de los manuales de conducción. Y nadie le presta atención.
Aquellas palabras quizá no significaron nada para ella. Seguramente fueran tan espontáneas, que ni pasaron por el filtro de su mente, pero las vomitó, que al fin y al cabo, es lo que cuenta. Y al expulsarlo, llegó sin remedio a su destino. Y a su amiga le pareció aquello lo más bello que le habían dicho en mucho tiempo. Consecuencias imprevistas. Eso es así. Ella no lo sabe, pero actuaron como la inoculación de una vacuna. Sí, te deja un redolor gracioso en los momentos inmediatamente posteriores al pinchazo, y te acuerdas del practicante, de su familia, de aquel líquido de color indeterminado y de todos los bichitos que contenía durante horas, pero al cabo del tiempo, cuando tú ya te has olvidado de que la llevas dentro, sus antígenos y tus anticuerpos se hacen amigos dentro de tí, y empiezan a protegerte por su cuenta de los males que están por venir. Quién imagina las batallas campales que se montan dentro de tu cuerpo...
Esa metáfora del llavero marcó su historia, la de las dos ellas, y sin llegar su emisora a ser consciente, le fue devuelta. Dos años después era su amiga quien la llevaba a ella colgada de sus llaves, en el fondo de su bolso y cerca de su corazón. Nadie se deja las llaves olvidadas, nadie entra ni sale de casa sin ellas, son la constante más constante de nuestro día a día, de nuestras idas y venidas. Así que, después de todo, la idea del llavero resultó la más acertada de todas las posibles.
Hay que extremar la precaución. En las tardes de calor pesado y aburrimiento pringoso, a veces decimos cosas que, de pronto, cobran vida autónoma y nos cambian la nuestra propia.
Ella debió sentir ese letargo aplastante cuando se conectó a Internet desde aquel Ciber deslocalizado. Ese día cualquiera, pero ese en particular, ella mandó un mensaje a una completa desconocida que había encontrado en una página de contactos. Era el aburrimiento, dice. Y ella lo olvidó, hoy ya no forma parte de su memoria, como ocurre con casi todo lo que hacemos sin darnos cuenta que se vuelve algo importante para un otro que no eres tú misma.
Aquel mensaje, que era el tercero que le enviaba en lo que iba de tarde, decía: "Debería cogerte, ponerte una anillita alrededor de tu cuerpo y llevarte de llavero a todas partes. Eres un punto de positivismo (y encima lo haces sin querer.) Aunque eso ya lo debes saber. Algo me dice que eres grande."
Ese fue el comienzo, la primera gota de todas las demás. El chorreo a partir de ahí podía ser imparable. Dicen que en carretera, el momento más peligroso es cuando caen las primeras gotas de lluvia o nieve después de un tiempo sin precipitación. Hay una gran sabiduría escondida tras las páginas de los manuales de conducción. Y nadie le presta atención.
Aquellas palabras quizá no significaron nada para ella. Seguramente fueran tan espontáneas, que ni pasaron por el filtro de su mente, pero las vomitó, que al fin y al cabo, es lo que cuenta. Y al expulsarlo, llegó sin remedio a su destino. Y a su amiga le pareció aquello lo más bello que le habían dicho en mucho tiempo. Consecuencias imprevistas. Eso es así. Ella no lo sabe, pero actuaron como la inoculación de una vacuna. Sí, te deja un redolor gracioso en los momentos inmediatamente posteriores al pinchazo, y te acuerdas del practicante, de su familia, de aquel líquido de color indeterminado y de todos los bichitos que contenía durante horas, pero al cabo del tiempo, cuando tú ya te has olvidado de que la llevas dentro, sus antígenos y tus anticuerpos se hacen amigos dentro de tí, y empiezan a protegerte por su cuenta de los males que están por venir. Quién imagina las batallas campales que se montan dentro de tu cuerpo...
Esa metáfora del llavero marcó su historia, la de las dos ellas, y sin llegar su emisora a ser consciente, le fue devuelta. Dos años después era su amiga quien la llevaba a ella colgada de sus llaves, en el fondo de su bolso y cerca de su corazón. Nadie se deja las llaves olvidadas, nadie entra ni sale de casa sin ellas, son la constante más constante de nuestro día a día, de nuestras idas y venidas. Así que, después de todo, la idea del llavero resultó la más acertada de todas las posibles.
Hay que extremar la precaución. En las tardes de calor pesado y aburrimiento pringoso, a veces decimos cosas que, de pronto, cobran vida autónoma y nos cambian la nuestra propia.
jueves, abril 02, 2009
sinergia
hoy la sinergia no me deja dormir. me tienen las palabras atadas a este teclado, a esta pantalla, y hasta a ellas mismas, tranquila y contenta, todo a un mismo tiempo, en un estado ingrávido y feliz del que pienso sacar provecho.
ha habido tantos reflejos en mi día que aún me marean las visiones múltiples. lo malo de poner un espejo frente a otro es que se produce una multiplicación exponencial e infinita de las imágenes que se ponen de por medio. pero ni siquiera estoy segura de que eso sea una mala noticia...
he descubierto grandes verdades en los últimos días. y esta fe de erratas se hace más que justa y necesaria.
la primera de ellas es que, es verdad, madrid es un núcleo pequeño. en realidad es un pueblo de muchos habitantes, una villa saturada de personas que se empeñan en agrandarla. pero el tamaño es subjetivo, se lo damos nosotros mismos. y esta ciudad no dejará de ser en su esencia ese pañuelito doblado que guardamos en el bolsillo y del que no nos acordamos de mirar de vez en cuando. creo que necesita mimos, mi ciudad...
también he tenido que dar la razón en cuanto al alma de sus habitantes. paseando mis ojos por un libro que me ha enamorado a raiz una cita causal que alguien trascribió para mí. en perfecta sincronía, alguien estaría leyendo ese mismo párrafo en otro vagón del mismo metro, de esta misma ciudad, en otra linea diferente, con un destino diverso y en otro momento del día. anticipando telepáticamente esta serie de desdichas y movida por el humor que destilaba el texto que leía, no he podido evitar arrojar una sonora carcajada a todo el andén. lo he querido compatir, porque sería egoísta quedarse con algo tan bueno para una misma, y además, la acústica era buena, por qué no hacerlo. la respuesta ha sido mejor que cualquier aplauso u ovación al final de una canción en un concierto en el que tú eres el artista. me han sonreido en el metro y eso es algo que no puedo decir a diario. en ese acto empático y sincero he vislumbrado la humanidad de los seres que habitan conmigo. no se dejan el corazón en casa, sólo lo protegen con invisibles corazas, pobres ellos, de las maldades que contaminan el aire de Madrid. este descubrimiento vale una vida entera y a mi me lo han regalado con anticipación.
hay palabras que nacen juntas. hay otras que aparecen por traducción o inferencia. unas pocas las ves nacer, pues ayudaste en el acto paritorio. otras tienen que ser sacadas con palanca. algunas viven un aborto voluntario, pues mueren porque no quieres decirlas. algunas son leídas en un mismo instante en un ritmo casi mágico. casi todas nacen para expresar lo que sin ellas no puedes decir. muchas sólo son escritas para entretener. un buen puñado ayudan a comprender. incontables existen encriptadas escondiendo grandes verdades dentro. muy pocas se transforman en sonrisas. sólo un par de decenas nacieron para enamorar, y de estas, sólo las precisas y más afortunadas, logran conseguirlo.
ha habido tantos reflejos en mi día que aún me marean las visiones múltiples. lo malo de poner un espejo frente a otro es que se produce una multiplicación exponencial e infinita de las imágenes que se ponen de por medio. pero ni siquiera estoy segura de que eso sea una mala noticia...
he descubierto grandes verdades en los últimos días. y esta fe de erratas se hace más que justa y necesaria.
la primera de ellas es que, es verdad, madrid es un núcleo pequeño. en realidad es un pueblo de muchos habitantes, una villa saturada de personas que se empeñan en agrandarla. pero el tamaño es subjetivo, se lo damos nosotros mismos. y esta ciudad no dejará de ser en su esencia ese pañuelito doblado que guardamos en el bolsillo y del que no nos acordamos de mirar de vez en cuando. creo que necesita mimos, mi ciudad...
también he tenido que dar la razón en cuanto al alma de sus habitantes. paseando mis ojos por un libro que me ha enamorado a raiz una cita causal que alguien trascribió para mí. en perfecta sincronía, alguien estaría leyendo ese mismo párrafo en otro vagón del mismo metro, de esta misma ciudad, en otra linea diferente, con un destino diverso y en otro momento del día. anticipando telepáticamente esta serie de desdichas y movida por el humor que destilaba el texto que leía, no he podido evitar arrojar una sonora carcajada a todo el andén. lo he querido compatir, porque sería egoísta quedarse con algo tan bueno para una misma, y además, la acústica era buena, por qué no hacerlo. la respuesta ha sido mejor que cualquier aplauso u ovación al final de una canción en un concierto en el que tú eres el artista. me han sonreido en el metro y eso es algo que no puedo decir a diario. en ese acto empático y sincero he vislumbrado la humanidad de los seres que habitan conmigo. no se dejan el corazón en casa, sólo lo protegen con invisibles corazas, pobres ellos, de las maldades que contaminan el aire de Madrid. este descubrimiento vale una vida entera y a mi me lo han regalado con anticipación.
hay palabras que nacen juntas. hay otras que aparecen por traducción o inferencia. unas pocas las ves nacer, pues ayudaste en el acto paritorio. otras tienen que ser sacadas con palanca. algunas viven un aborto voluntario, pues mueren porque no quieres decirlas. algunas son leídas en un mismo instante en un ritmo casi mágico. casi todas nacen para expresar lo que sin ellas no puedes decir. muchas sólo son escritas para entretener. un buen puñado ayudan a comprender. incontables existen encriptadas escondiendo grandes verdades dentro. muy pocas se transforman en sonrisas. sólo un par de decenas nacieron para enamorar, y de estas, sólo las precisas y más afortunadas, logran conseguirlo.
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