Me gustan los viernes de impuntualidad sonriente en las que llenas el autobus enlatado con conversaciones en las que me pierdo y me llevas en volandas entre calles que se cruzan y nos pierden hasta encontrarte haciendo muecas frente al espejo de un probador, y reir hasta el desencaje en un restaurante nuevo que nos recomendó alguien con nombre gracioso para luego resultar un agradable descubrimiento al que sé que volveremos, y compartir friolera a tu lado para que, entre tus bromas, chistes y delicias consigas que el escalofrío se vuelva templado, y calmar las manos frías alrededor de una taza de café que preludie la galletita que lo acompaña y en el que mojamos sin miedo esas conversaciones en las que no estamos de acuerdo, y que después de todo te dejes invitar por mi a una de las peores películas que habrás visto en lo que va de año que acaba, y cuando de pronto se hace de noche, correr aprisa hasta el metro, casi volando, para no perderlo, y llamar al chino desde el autobus que nos devuelve a casa, para que nos vaya haciendo la cena y esté lista para cuando queramos llegar, y convertir el fidel en nuestro manjar exquisito, y acurrucarnos, tú conmigo, en el sofá de mi salón, y que pase la noche poco a poco, bonita, perfecta, mientras nos reimos de todo lo que nos rodea, sin darnos cuenta de que mi gata nos mira atónita, sin entender, pero seguramente sonriendo.