Anunciada como la última película del actor principal de Good Bye Lenin (Daniel Brühl) – película que, por cierto, recomiendo aunque con no mucho entusiasmo- , dirigida por un director de treinta y muy pocos años nacido en Austria (Hans Weingartner) y que pretende ser ese canto moderno (y de moda) a la antiglobalización, la lucha de clases y la lección moral a los ricos que se aprovechan de los pobres.
Pero no os dejéis engañar, la película no es más que un intento frustrado de parecer ser lo que no se es.
Siguiendo el patrón de Jules y Jim, aquella triada de dos chicos y una chica que revolucionaron la historia del cine y que han proporcionado ideas a tantísimas películas, y cuanto más en la última década, desarrollan una historia que se alarga demasiado en el tiempo y acaba por cansar al espectador. Repito, una burda forma de tomar lo que supuso Jules Y Jim, tan sólo en el planteamiento de la trama y la triangulación de los personajes principales.
Tres chicos que se llaman a sí mismos ‘los educadores’; persiguen a los ricos, allanan sus casas y una vez dentro, descolocan (¡!) sus muebles, cambian de lugar sus artículos decorativos y como mucho, arrojan el sillón de tres plazas a sus enormes piscinas climatizadas. Ese es su modo, el mejor que han encontrado, de educar a los ricos, de hacerles notar que 1) la riqueza no da la felicidad y 2) que no son lo que poseen, que en realidad lo material no es más que un aspecto ínfimo en sus vidas.
Lo malo de la película, además de su duración, excesiva y pesada, es que rezuma de moralina barata, de parloteo sin fundamento; es la expresión cinematográfica de una rabieta de un niño de 15 años que pelea contra la globalización sin tener muy claro su concepto. Suelta por momentos, y según en qué diálogos un tufillo algo empalagoso que recuerda al de aquellos políticos y diplomáticos que sin decir nada, intentan convencer con bellas palabras.
Por si no fuera poco, una de las bazas en la que podría residir un salvable encanto de la película, se echa a perder por una mala gestión del guión. Los actores y la actriz, forzados a más no poder, no saben interpretar a sus modernos y radikales personajes. No se meten en el papel ni lo viven de lejos. Ella, sobre todo, es la carencia de dotación más asombrosa que he visto en la pantalla en mucho tiempo.
Y por acabar de algún modo esta triste y pesimista crítica, apuntar el agobiante y cansino efecto de la dichosa cámara al hombro… ni nosotros en nuestras prácticas con ENG en la facultad lo hacemos tan mal. Ese movimiento tan forzado, tan brusco, le quita la naturalidad que por definición debería llevar implícita la película. Hasta en eso hay contradicción.
Lo único bueno, pues es dificil no salvar absolutamente nada de una película, por mala que sea, es el montaje en paralelo del final. Si bien es cierto que esta estructurado exactamente igual al de El silencio de los corderos, no rechina como podría haberlo hecho sino que resulta curioso y de alguna manera, siendo benevolentes, consigue mejorar las dos horas anteriores. Quizá en un segundo visionado pudiera mejorar, pero dudo que le de esa oportunidad próximamente.
Me fastidia, porque una película de ficción contra la globalización en nuestros días podría ser una fantástica idea a la que explotar y sacar el máximo partido. Pero la antiglobalización no es esto, no es poner los cuadros al revés, ni meter fotos en las neveras, ni siquiera amontonar sillas a modo de torre de Babel en mitad del salón de alguien ajeno y poderoso mientras no están en casa. Parece que una vez más, tenemos que recurrir a los maravillosos documentales que existen en hemerotecas o en pantalla, siempre más efectivos, más leales y más coherentes. Pero, vaya, no deja de ser una pena.
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