Ni flores de plástico, ni cartas escritas por el envés encima del portátil, ni letras despedazas por diferentes rincones de la casa, ni cuatro palabras escritas en un muro virtual, ni una barbacoa pasada por agua, ni todos los partidos del mundial interrumpidos por problemas en la red, ni un vipsclub en 5 minutos atragantados, ni que te tengas que bajar abajo, ni los brownies de mi prima, ni las paellas que se hacen a fuego lento en un camping-gas, ni las tormentas de verano debajo de los árboles, ni la cabaña más perdida de la mano de Dios, ni las ratas que se oían de noche, ni el precipicio más vertiginoso, ni cada parpadeo almacenado en un álbum, ni mis compañeras de piso las amigas cucarachas, ni todos los cafés descafeinados entre policías a las nueve menos diez de la mañana, ni el tío de la guitarra de la línea 5, ni el color de tu pintalabios, ni todas las lumbalgias del mundo en noches de verano.
Nada me electrocuta tanto como ese gesto tuyo en el que, al sonreir, elevas ligeramente el labio superior, arrugando la nariz, como si no te dieras cuenta de que sólo con eso y el brillo inmediato de tus ojos, acabas de atravesarme el alma y, partida ésta en cien pedazos, espera impaciente e impotente, abandonada a tí, única redentora, a que seas tú quien la recompongas, para volverla a quebrar tantas veces como tú quieras.
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