· I ·
No tan deprisa. Aguanten las primeras conclusiones a la espera de una mejor explicación a este título tan sobradamente específico y directo: es el título de una canción que me llegó esta tarde a mi correo por cuenta de alguien que seguramente me entienda y me conozca mejor de lo que ella misma cree. Pero, sí, claro, es también una etiqueta, para qué voy a negarlo, que me pego con descuido en mi espalda, no para que me defina, sino para que me defienda de las interrogaciones y los cuestionarios de los que se acercan para ver qué tal. Tres palabras bastan. Y si las apuras, hasta sobran.
· II ·
Se va el verano deprisa, sin siquiera molestarse en pasar por lo burocrático y necesario del aviso de petición previo a todo proceso de desahucio. Que no se enteran que los inquilinos tenemos que recoger los muebles, terminar de regar las plantas, guardar los tirantes y piratas a buen recaudo y cambiarlos presto por las mangas largas y chaquetas de entretiempo. Eso, y empezar a asumir que de nuevo una se tiene que adaptar. Constantemente adaptándonos al cambio. Como si no fuera más fácil olvidarnos de que existe algo tal como la "etapa" y asumir directamente que hemos de cambiar cada día, cada hora, cada minuto. Por ejemplo, ahora mismo.
· III ·
¡Qué paradójico es el tiempo! Es curioso que me haya dado cuenta tan tarde de cuánto lo he estado perdiendo. El verano que quizá más horas libres he tenido -por causa ajena a mi voluntad, conste en acta- es el que menos me ha servido para sacarles el jugo que tenían dentro. Proust me murmulla no sé qué desde la estantería en que, apretado y congosto, permanece intocable. Su tiempo perdido y el mío tienen en común mucho más de lo que él se piensa y al mismo tiempo, mucho más de lo que yo he logrado adivinar leyéndolo. La serenidad que me produce la quietud e inmortalidad de los libros es lo que me condena precisamente a no leerlos de inmediato.
· IV ·
Ahora me acuerdo de Sevilla. Un parpadeo rescatado de un caluroso y sudoroso mediodía de
principios de julio me hace acordarme de mi lobo estepario particular. Ese que leí con aquella timidez que te produce desnudar a alguien por primera vez, que te tiemblan las manos y no acabas de atreverte del todo. Pienso en qué habrá sido de él más allá de la última hoja del libro. Si Mozart realmente le estaría esperando, si juega al ajedrez con sus miles de almas y si él sonríe tanto a la vida como ella a él. Si al menos tuviera su email le diría que le estoy esperando donde sea, cuando sea y para lo que sea. Que ser predador en una ciudad así no debe ser asunto sencillo y siempre puede venirle bien una garra amiga.
3 comentarios:
El lobo está vivo, inquieto, pero vivito y coleando.
Un abrazo que te llegará por estos hilos que nos conectan y que cada vez noto más firmes.
A veces nos creemos tanto que somos tan ridíciulos... a mí de vez en cuando me da por pensar en la fría risa eterna, en el dragón celeste. Entonces, todo se vuelve más fácil... me provoca, me provoca luchar más contra ella para contradecirla. Si no, ¿qué sentido tendría ser una ficha más? Sólo sé que merece la pena contradecir esa idea porque sé que tiene razón y por eso si yo no cejo en el intento de darle la vuelta, el juego continuará para siempre.
Qué libro más... más... más "marcoso".
A mi el segundo y el último cedé de Concha Buika me superan. Es posible que se deba a que nunca he sido de extremos, y con lo que es más flamenco me asusto y me arrincono en la fusión. Me quedé atrapada en el primero, en el de jodida pero contenta.
Tengo a tu lobo estepario en mi estantería. Esperándome. Pero aún no doy el paso. Quizá este post sea el decisivo para comenzarlo, quizá porque ese empujón tendría que venir de la misma persona que me lanzó a la lectura de Hesse, con Demian (¡GRACIAS!, ¡GRACIAS!, ¡GRACIAS!).
Sonríe, guapa, que a ti te quiere la vida.
Este mundo es tuyo.
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