busca entre mis delirios

lunes, agosto 17, 2009

la pregnancia en el presente



Hoy escribe la Jenny, invitada especial en este blog que anuncia un cambio de look por el desgaste del actual. Y lo hace sacudiéndose con disimulo el penúltimo grano de arena que encuentra tras su oreja, o en los pliegues de las braguitas, o en el monedero del bolso justo antes de ponerse a teclear. Estaba pensando en escribir el post más bonito de todos los posibles, pero sabe que eso será imposible. Demasiadas barreras, demasiados peros, demasiadas contenciones; demasiado, en genérico.

No hay dos sin tres en sus días de las últimas semanas. Y así, de tres en tres y llevándose una, la Jenny mojó sus rizos en agua salada al son de la marea, se despertó cada mediodía con un granito de azúcar en los labios, sacó a pasear sus vestidos de rayas, cantó a los coros todas las canciones que se le pusieron por delante, se desató la vergüenza, volvió a sus dieciséis por una noche y consiguió demostrar que es de aprendizaje fácil.

La Jenny regresa a Madrid con tres kilos más y un moreno espectacular. Se quemó la espalda, las ingles y parte de su pezón derecho entre las playas del Puerto de Santa María y Los Caños. Ha comido sardinitas a pie de chiringuito. Ha reído hasta perder el sentido. Ha visto la primera estrella fugaz de toda su vida en tono de Re mayor tirada en una playa a las dos de la mañana. Después de aquella, una detrás de otra, hasta llegar a ocho, siguieron cayendo las Perseidas sobre sus ojos, atravesando su sonrisa. No ambiciona grandes cosas, así que la formulación de los deseos fue algo simple y comedido. Se conforma con poco. Si dormir a ella abrazada le vale 24 horas de felicidad, si una coca-cola de una hora es capaz de atestiguar la cicatriz eminente de una herida más que curada, si sólo una mirada con puntería le consigue llevar al lugar en que no se encontraba, si de nuevo esos acordes punteados le vuelven hacer temblar como nadie ha conseguido nunca, si un roce despiadado y disimulado le estremece la incontinencia. Sí, se conforma.

Termina de descargar los parpadeos de una de las semanas más felices de sus últimos tiempos. El broche a un verano imperfecto. La magia aún sigue pringosa sobre su piel, esa que erizó sin avisar en un local gaditano, bajo el cielo abierto, en el asiento trasero de un coche, boca arriba en una cama de 90, en una cena familiar de cinco sobre la mesa, sumergida en el Atlántico, sobre una toalla mojada en un césped fresquito y un móvil cantándole al oído, en un sofá-cama abierto en canal, bajo una ducha domada en su rebeldía, en una cocina abarrotada. No ha dejado de sentirse en la gloria en 7 días seguidos. Todo un récord. Bien, tranquila, feliz. Y todo gracias a que encontró sin dificultad el mejor remedio compartido para no pensar.

Y mientras se atropellan los días en el regreso a una rutina que sigue de vacaciones puede reconocer que ha empezado a mentirle un poquino. Pero un poquino sólo. Y una mentira confesada es una verdad a gritos. Una declaración de certezas que sólo tiene que saber una persona aunque no sea escuchada de una boca, sino descubierta en el interlineado de una mirada. Y a pesar de que queda mucho por hacer comprender, no hay prisas, porque sabe que las grandes lecciones se aprenden poco a poco, sin acelerar en exceso.
Así que pisando el embrague con suma delicadeza y cambiando a segunda, advierte que nunca se separará de su espalda, aunque dejará que vaya siempre por delante, porque ella la lleva. Que es su risa su verdadera banda sonora. Que ella fue siempre el epicentro. Que le hipnotizan dos ojos capaces de iluminar una noche cerrada.

Y aunque esta mañana su piel ya no sabe salada, sigue impregnada unos centímetros más dentro la humedad de un escalofrío de grandeza.
El Paseo de los Tristes será siempre suyo, aunque sea en otra vida y para entonces, no deje de estar a su ladito toda una eternidad. Y sí, se conforma también con eso, con la inasibilidad de la perpetua infinitud...

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