para casi todo el mundo el año empieza en enero. lo celebran brindando en la noche y se besan unos a otros, etílicos de enhorabuena, con restos pringosos de almíbar en la boca y en la cara. lanzan confeti al aire y encienden bengalas de promesas que ninguno tiene intención de cumplir y miran hacia delante con ganas, intriga, deseosos de lo nuevo, expectantes de lo que vendrá. se aseguran engañosamente unos a otros que este sí, que ya verás, que va a ser un año estupendo. y se responden inerte y automáticamente que se conforman con que sea un poco mejor que el que pasó. y se dicen esas frases. esas. palabras sobadas, caducadas, desmejoradas, desiertas, manidas.
pero ella no. su nuevo comienzo sucede en septiembre, con el olor a lavadora recién tendida en las mañanas fresquitas del fin del verano, los restos de arena de playa en las zapatillas de tela, con la maleta haciéndose hueco de nuevo en el altillo del armario y la puerta del mismo que no consigue cerrar del todo con ella dentro -como si se quisiera escapar, seguir viajando-, con el cierre de las piscinas de verano, el cambio de ropa en los cajones, los atardeceres cada vez más tempranos, los comercios que vuelven a abrir, desganados, la m30 atascada a cualquier hora del día, la chaquetita que le pide el cuerpo cuando cae el sol, las vueltas y vueltas por el centro intentando aparcar, los estrenos del cine que le gusta a ella, el sonido de la sirena del colegio de abajo que le avisa de que ya va tarde.
quizá los ánimos no sean tan festivos como en enero, pero cada septiembre la vida vuelve a empezar a la vuelta de vacaciones. lo piensa ahora, a finales de octubre, sentada en lo alto de su azotea favorita, contemplando ante ella los tejados de la ciudad. ver la vida desde las alturas le ayuda a coger perspectiva. quizá por eso acude allí cada vez que se enfada con el mundo, o cuando no quiere que nadie la oiga gritar, o cuando le apetece inventarse vidas paralelas, o cuando necesita sentirse un poco sola, o cuando le apetece bailar sin que nadie la vea, o cuando quiere escribir sin que nadie le escuche los pensamientos.
sí, septiembre es un buen mes para empezar de nuevo. septiembre y su cuesta de octubre, apretarse el cinturón, ir ahorrando para Navidades, el cumpleaños de su hermana (y el de su padre, y el de su sobrina...), la revisión del coche, las primeras reuniones, los cambios de jerarquía, de organización, los cafés con unos y con otros, las reuniones y citas pendientes, este año le toca ser secretaria también, cuatro libros amontonados en la mesa del despacho pidiendo intranquilos una lectura, el correo electrónico estragado, los pasillos colapsados con desorden de gente que va pero no sabe muy bien a dónde, los relojes en los que no confía del todo (¿las 11 ya? ¿no cambiaban ahora la hora?) y en el fondo parece que le han cambiado todo de sitio.
y a pesar de los empujones y los codazos de algún despistado que pide perdón como resorte, Sara sonríe por dentro porque sabe que al final, está donde siempre quiso estar y ha llegado a donde siempre deseó llegar. todos a su alrededor están perdidos, ninguno sabe cuál será su destino y muy pocos ni siquiera se lo plantean como deseo condicional. acaban de emprender su viaje, que será largo, arduo y más desagradecido de lo que ninguno se imagina. pero es pronto todavía. es su momento de ir con prisas, de no llegar nunca a tiempo, de haber perdido el metro, de bajar corriendo las escaleras, de resbalarse con el suelo mojado por las primeras lluvias del otoño, de entrar tarde a clase cuando todos ya están dentro y ser el blanco de todas las miradas, incluida la de la profesora.
y Sara le sonríe, ahora por fuera, en plural.
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