hace muchos años, uno de mis ángeles catalanes me advertía de los peligros del apego. discutíamos aquí a tres bandas, en los comentarios de un delirio cualquiera, sobre cómo acabar con él para lograr ser más felices. y yo, en aquel momento, lo escuché, lo entendí y de alguna manera, me lo creí. pero hoy, casi vieja de verdad, después de todo y a pesar de ello, me descubro incapaz de deshacerme de la dichosa querencia. hoy el apego me cae bien y lo convierto en virtud, porque sí, porque me da la gana y punto.
he intentado ser de muchas maneras diferentes, he cambiado artificiosamente, he simulado personalidades que no me correspondían, he fingido valentías impotentes, he intentado, probado, imaginado, tratado, procurado... y muchas veces he fracasado.
he sido, soy y seré y por fin aprendí, que para mejor o peor, la que fui ayer no tiene por qué parecerse a la de mañana.
y todo esto, porque hace unos días me dijeron que me quedo con lo malo de las personas, de las historias que ya no son. no tuve ni que discutir el error, tan sólo saqué el cajón virtual del pasado y ahí estaba todo aquello para refutarlo por mí.
dentro había muchas cosas, pedacitos de mi historia y de otras personas, trozos de mi día a día y recuerdos del futuro que atesoro con devoción. tengo varios peluches que han viajado conmigo desde hace algo más de 13 años y que hoy se dedican a hacer reír a mi sobrina, guardo jabones de los hoteles en los que he dormido (incluso dentro de mi ciudad), los billetes de algún tren o autobús que me llevaron a cualquier parte, los primeros dibujos que mi hermana me dedicó, tarjetas de visitas de los restaurantes que me han dado de comer, el ticket del café más caro que me tomé, entradas de cine y de teatro que ya se han borrado con el tiempo, un despertador que nunca llegó a funcionar, un marcapáginas artesano que unos niños me vendieron en Lavapiés una de las noches más importantes de mi vida, el tiesto de un bonsai que involuntariamente se me murió, el periódico gratuito que robamos como niñas malas al lado de la plaza mayor la noche que cerramos todos los bares de Madrid, el broche del corazón de fieltro que me regaló la niña de los ojos grandes, guardo cartas, cientos de ellas, todas, letras que me escribieron y que cuentan muchas historias, postales, decenas, que viajaron de acá para allá alegrando mi buzón, notitas que me encuentro en la nevera, o encima del teclado, o por cualquier rincón de la casa, álbumes de fotos de todos los viajes de mi etapa analógica y carpetas llenas de gigas de la etapa digital, dibujos, cómics, historietas, trocitos gráficos que tantas sonrisas estiraron, las acreditaciones de todos los Zinemaldias a los que fui (sola o acompañada), conservo la primera cinta de casete con la que le puso banda sonora a nuestra película, vídeos de viajes en familia en vhs, guardo azucarillos de cafés alargados o servilletas de kebabs al sol de la plaza de Oriente, un billete de dólar que me regaló mi tía desde el otro lado del atlántico y tengo yenes que vinieron directos de Japón, no pierdo aquel colgante, el último regalo que me hizo mi tío y que conservo para ocasiones especiales, tengo montones de corchos de botellas de vino, cada uno con su historia impregnada, la cucharilla que me traje de Roma en recuerdo al mejor capuccino que nunca probamos, una invitación de boda llena de estrellitas plateadas, notitas de despedida de anfitrionas que nos trataron de lujo, una concha de la playa testigo de la primera vez que nos separamos y muchas cosas más, que juntas atestiguan que guardo mucho, sí, pero todo con lo que me quedo es bueno, es bonito y es bien.
cada cosa con su historia por detrás, en silencio y calladitas, pero ahí, guardadas, por si alguna vez me da por olvidar...