el verano huele a verano. incluso aquí, donde tan lejos del mar, no llega la arenilla pegajosa, ni la humedad con sabor marino. incluso en el epicentro informe de este país podrido, donde no huele a protección solar, ni a toallas mojadas, ni a sardinitas a la brasa de chiringuito, ni a caña mal tirada, ni a rocío matutino de eucalipto y donde casi no queda ni salitre, todavía se puede percibir agosto.
se sienten los pasos solitarios en una calle concurrida diez días atrás, se huele la atmósfera, expectorada de contaminación, se siente la libertad de poder cruzar sin mirar a ambos lados, se perfuma la maleta de la peculiar esencia de la cabina de un avión, pesan las horas que caminan más lento, el mareo desprevenido de una insolación, las conversaciones ajenas que se cuelan por la ventana abierta y rechinan los cierres de los comercios cuyos dueños se han ido a un lugar mejor.
en agosto se aburre el aburrimiento. la gente se hastía del estío y rezan por un septiembre que parece no llegar nunca. es momento de hacer cosas nuevas. quizá de aprender gíglico, o de intentar infructuosamente empezar a hacer deporte. de dar cuerda al piano o de llorar la muerte de Marcel. hibernar en una cueva en mitad de la alpujarra o aparecer en álbunes de cientos de turistas japoneses.