Como en una película de Isabel Coixet, todo lo bueno se detuvo una tarde en una lavandería. Dos orientales dormitando en horizontal sobre las sillas de plástico al lado de las máquinas a plena revolución, ignorando nuestra presencia. 35 minutos hasta que terminara el primer lavado. Carga completa y tres cuartos de sobrecito de detergente condimentaban el proceso. La secadora nº23 estaba reservada para nosotras. La mirábamos fijamente para que nadie se atreviera a robárnosla, como si nos perteneciera de alguna forma. Encima de nuestras cabezas, una tele con un culebrón al que dábamos la espalda deliberadamente. Toda la mediocridad dando vueltas en los tambores que hacían de percusión a la banda sonora de unas 7 y media cualquiera. Tu boca era el instrumento de viento y sin duda, con tus pestañas, construí la cuerda que nos faltaba para la orquesta.
El olor a limpio al abrir la puerta, la humedad que indica que ya todo está bien chorreando en el cestito calado de color rojo. Y la secadora 23 era finalmente nuestra. Sólo quedaba volcarnos dentro. Y esperar otra media hora más...
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