Hay días más largos de lo normal. A Irene no la engañan. Hay días que se estiran y se estiran hasta casi tocarse las puntas. Otros pasan tan rápido que ni siquiera cuentan en los calendarios, porque ya nadie, nunca más, se acordará de ellos. Sus noches ahora duran hasta un poco más allá de las tres de la mañana y, por si con esto no bastase, consigue condensar en ellos más, mucho más, un poquito más.
Hoy ha sido un día de esos saturados. Pero de cosas buenas, claro. No podía ser de otra manera.
Esta mañana Irene se ha subido a los hombros de Madrid, como cuando su padre la aupaba agarradita a su cuello, para mostrarle lo grande que es el mundo desde arriba. Y en aquellos momentos ella creía que su padre era el ser más alto del mundo. Qué altura aquella...
Hay veces que hay que verlo todo desde arriba para ver más claramente los detalles. Parece una contradicción, pero desde lo más alto se entiende todo. Bastan diez plantas para sentir el cielo tan cerca que hasta puedes jugar con las nubes para darle la forma que tú quieras. Estaba tan cerca del Sol que en un descuido, la besó en los labios, con tanta potencia y tanto calor que consiguió quemárselos ligeramente. Claro, que de ésto se dio cuenta cuando ya no cabía la opción de apartarse, cuando ya estaba abajo y su labio superior empezaba a agrietarse sin remedio. Hay que tener cuidado con acercarse demasiado a los astros luminosos...
E Irene tenía vértigo. Vale la pena hacer esta anotación, porque ya ha perdido validez. Ha perdido el miedo a las alturas, o al menos durante esta mañana. Quizá fuera por la compañía. Seguro que fue la compañía. Quizá fue el café de antes. Seguro que fue el café de antes. Quizá fue el bocata de tortilla. O los camellos. O cualquier otra cosa que podría poner aquí que no tendría ningún sentido para vosotros. El caso es que ya no tiene vértigo. Y sabe que ha sido gracias a ella. Seguro que fue por ella. El miércoles bonito, con ese cielo añil y ese sol matador que quemaba a las espaldas, le tenía preparado una agradable sorpresa de cumpleaños adelantado. Y su premio era ella.
Por la tarde Irene acudió, para dar la razón a su madre, a la Fundación que le lavó el cerebro hace unos meses y que es la culpable de esa felicidad que destila allá donde va. Pasa por allí sólo de vez en cuando, sólo cuando puede, o sólo cuando lo necesita de veras. Es como ese amigo que sabes que está siempre ahí, pero que no ves con demasiada frecuencia. Pero lo adoras. Lo quieres con toda tu alma. Y lo mejor es que él lo sabe.
Pareció esta tarde la adecuada. Después del café, de las alturas, de la valentía, de la compañía y de la inmensa alegría por haber tachado una cosa más de su ya famosa lista. Y fue a Meditar, y su madre se ríe ahora por la espalda, pues sigue creyendo que todo ésto de la Secta traerá consecuencias imprevistas a no tardar mucho. Y la que se rie ahora es Irene, pero de otra cosa.
El caso es que la de hoy, curiosamente, era una meditación especial. Una con un nombre concreto que ya ha sido nombrado por aquí. Y aunque ya la había hecho, las sensaciones de hoy no podían haber sido más especiales, por diferentes, por nuevas, por intensas y por oportunas. Porque hay momentos y momentos. Ésto quizá sólo lo entienda una persona, pero tampoco son necesarias muchas más. Esta tarde Irene se ha dado cuenta del poder de una visualización, de lo que se siente al saltársele las lágrimas de emoción, de reir de felicidad plena, esa que explota a la altura del plexo solar y te hace temblar. Ha querido, te ha querido mucho. Y se ha sentido muy bien. Consigo misma, y contigo. Muy satisfecha. Muy llena. Muy agradecida. Porque siempre hay que agradecer, eso se lo sabe muy bien. Y su premio, esta vez, era ella.
Y por la noche, puesto que el día no se acaba hasta las 3 de la madrugada, ha rematado la jornada, por si no hubiera tenido suficiente, con un reencuentro más que esperado, ansiado. Su musa en un escenario que no era un escenario, sus palabras, que podría repetir sin titubear, la misma compañía en la butaca de al lado, y tantas sonrisas compartidas que no cabían en aquel vestíbulo convertido en teatro. Un trío para clarinete, viola y piano para cerrar el día en una sintonía meciendo la noche. Un capricho autorregalado, porque a veces lo más bello no es lo que alguien compra para tí, sino lo que se comparte desde dentro, hacia fuera y en todas direcciones. El premio era ella, y también él.
Tres premios para Irene. Hoy tuvo suerte en la feria de la vida. Parece que finalmente le devuelve este mundo todo lo que durante años fue dando incondicionalmente, como piensa seguir haciendo.
Hoy se acuesta con una sonrisa en los labios, sin miedo ninguno a dejar marcas en la almohada. Porque, ¿de qué sirve la felicidad si no deja huellas?
Aún recuerda aquel indigente que de camino al metro, cuando ya andaba dispuesta a cerrar el día, le pidió un beso. Quiza el chaval supo ver la luz que emanaba de ella. Puede que sea él, ese perfecto extraño anómico, el que mejor supo ver su interior. O puede que sólo quisiera un beso.
Y ante la duda, Irene sonrie, para variar...
2 comentarios:
nunca supe qué palabra me gustaba más, si Premio o Recompensa.
Qué bien que Irene sonría..
un beso
buah, yo tampoco lo sé.... pero es tan genial recibir una cosa o la otra....
qué no paren las sonrisas... epidemia de felicidad, he dicho!
un beso grande!
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