Nunca hubiera dicho de sí misma que fuera fetichista. Y sin embargo, al parecer, lo era. Pero sólo con una cosa; los olores. Más exactamente aún; los perfumes.
El mundo de las colonias es, quizá, el más anárquico de todos los que frecuentamos. Cada cual huele como le apetece oler. No hay imposiciones -pues todos sabemos donde acaban esos frascos de perfume que te regalan tus familiares menos queridos-, ni normas válidas, no sirven los convencionalismos, ni existe regla ninguna en el momento de la elección. La libertad más absoluta. Aquí las contradicciones son aceptadas, es más, se dan con frecuencia. La persona más rancia puede usar un perfume fresco, la más sosa, uno afrutado y la más dulce, uno especiado. Todo vale. Es tan perfecto el mundo de los olores fabricados, que hasta el género desaparece. Da igual que seas hombre o mujer, que puedes elegir para tí cualquiera, independientemente de para quién fue ideado. Béndita maravilla.
Y ahora viene el asunto este del fetichismo. A Irene le gusta visitar perfumerías en busca de olores reconocidos. Fragancias que la llevan a personas que fueron o son importantes en su vida. Personas en las que, de sus abrazos, se desprendía un olor característicos que quedó a ella pegado. Porque, esa es otra, cada persona huele diferente. Es algo curioso, porque no hay tantas variedades de colonias diferentes, y en cambio, nunca ha encontrado, hasta ahora, a dos hombres o dos mujeres que olieran igual. Así que cada perfume es, para ella, una persona. Y también al contrario. Es el olor una etiqueta; un índice que apunta hacia alguien muy concreto.
Así que Irene se pasea por las perfumerías en busca de reencuentros. Acude siempre a la misma tienda, donde ya la conocen. Y lo hace por simpatía a la dependienta que el primer día le saludó coordialmente indicándole su nombre y lo dispuesta que estaba a ayudarla. Curiosamente se llamaba como ella, Irene, y eso no le pudo hacer más gracia. ¿Por qué las dependientas tienen tanto interés en mostrarse tan sobreactuadamente amables? ¿De dónde viene ese interés desmesurado en decirte cómo se llaman? ¿Qué pretenden que hagas con esa información, que la felicites el día de su santo, o que la invites a una caña después de la compra? Y lo que es más importante, ¿cómo se responde a esa apelación de bienvenida? Deberían dar un manual del comprador en todos los colegios, está claro. El caso es que algo tenía que decir, pues Irene la dependienta, la miraba con ojos expectantes, así que respondió, sin pensar, que es como se cometen las mayores gilipolleces, "Yo también". Y la mirada pasó de expectante a estupefacta. "Yo también me llamo Irene", añadió, para rematar la estupidez. Y ambas sonrieron, por lo patético del momento, supongo. Desde entonces son amigas, amigas de pacotilla, pero amigas, al fin y al cabo.
Irene la dependienta, le deja escurrirse entre los pasillos con total libertad, sin atosigar, mientras ella se echa una pulverización en la muñeca izquierda. No mezcla, que no está bonito eso de revolver personas y sentimientos. Las colonias también necesitan sentir que tienen un espacio en tí, y que es sólo suyo, que no las va a tapar nadie más. Irene la dependienta al principio la miraba extrañada, pues siempre se pulverizaba con predilección el mismo perfume, ese con las dos letras del frasco transparente, y nunca se había decidido a comprarlo. Irene la explicaba en silencio que todo ese ritual lo hacía por amor, como casi todo lo que hace, en realidad. Porque respirar aquella fragancia, y llevársela de paseo allá donde fuera ella, le hacía pensar en esa persona a quien pertenecía y estar con ella las horas que duraba el perfume.
Es su forma, en definitiva, de abrazar presencias no presentes, invisibles, posibles, futuras, condicionales, lejanas. El día que encuentre un método mejor, Irene la dependienta, echará mucho de menos a su peor clienta.
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