Anoche Irene fue confundida con una Amélie trasnochada de rasgos parisinos y, unas horas más tarde, con una criminal que se había escapado de la cárcel sin pagar fianza. Se pregunta esta mañana, con el zumo de naranja colocándolo todo por dentro, a qué clase de trastorno de la personalidad debería adherirse. Que alguien te vea como la niña linda y mona, adorable y encantadora que hace el bien como única meta de vida y que, al mismo tiempo, alguien saque brillo a la otra cara de la moneda, que está bien segura que no le pertenece.
Pero las noches, a veces, son un poco así: Bipolares. Y caleidoscópicas.
Terapia a tres. ¡Qué suerte tiene Irene! En el fondo la vida está muy bien pensada. Qué habría sido de ella, en justo sus circunstancias coyunturales, sin sus dos compañeras de las últimas varias noches. Hundirse es siempre la peor opción. Que quizá ella era la única que por fuera vestía las rayas de presidiaria, pero todas arrastraban su particular lastre en forma de bola metálica. No sabe si ha sido capaz de agradecer. Es una frustración que se queda con ella. Sientan bien las risas cuando salen de dentro y se oyen por fuera. Son perfectos los roces descuidados de camino a tu copa. Despiertan el alma aletargada los abrazos regalados mutuamente.
El blues a pie de calle desde un sofá en la acera movieron sus pies al ritmo del bajo marcando el tempo de las horas. Y aunque aquel saxo le revolvió las ganas, en ellas sólo mandaba una persona, y lo sabía. Las noches musicales a veces terminan así. En la polifonía de esta noche de excesos, se abrazó fuerte, fuerte a su caja torácica sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera ella misma. Sigue creyendo que casi todo lo cura un abrazo. Y que no hace falta estar consciente y despierta para que te llegue el cariño de un gesto incondicional que explica más que todas las palabras inservibles que se pudieran pronunciar. Eso quiere creer. Que sin acuse de recibo, llegara el envío en condiciones a su destino.
Aquel barrio ya es suyo. En un par de semanas ha subido y bajado aquella calle de nombre bonito, torciendo a la izquierda en la iglesia, al menos una decena de veces. Casi tantas como ha reculado en amagos de freno injusto. Pero Irene es una tía sencilla. Le hace falta sólo una hora y sus sesenta minutos para entenderlo todo, para comprender que no es momento de pensar unidireccionalmente en parar. Que la maleta lleva hecha un tiempo, y el tren ha empezado a moverse. Que se muere por llegar a la arena y que ésta le queme tímidamente los pies. Que el mar acune sus noches y le cante una nana al son de sus rugidos, mientras se abandona sin miedos.
Hay veces que es todo tan simple que si no lo complicamos, no parece del todo real. Pero es tan auténticamente fácil sentirse bien con lo que tienes, sin más miras que el "esta tarde" o un "mañana" por exceso, que tiembles dentro de un abrazo, que te rías de todo con tres copas encima...
Que sí, que la calma se vende cara, pero hemos pillado la mejor de las pujas en el último momento y ahora es nuestra. Sin gastos de envío.
A vivir fácil y a vivir bien. Filosofía a estrenar, después de la resaca. Irene coge las tijeras y le arranca con sutil elegancia la etiqueta de la espalda, que son de esas cosas mundanas que molestan, y ni eso merece la pena aguantar.
2 comentarios:
sí, las etiquetas molestan. como la de aquella guiri en la mesa de al lado del lolina.
y sí, el mar es necesario y sanador. yo me lo he traído un poquito, por todas partes.
Espero que un abarazo de otra Amelie le sirva a Irene para curar, para crecer *aunque es tan grande ya...* y para creer que hay una tregua, un reecuentro, en otra, o en la misma, ciudad.
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