leo en algún medio de cuyo nombre no quiero acordarme una
noticia de esas que parecen rezumar cierto cientificismo, una verdad absoluta, un
estudio clínico, la receta del éxito o la cura a un mal cualquiera; que escribir
750 palabras cada mañana pueden conseguir que seas más feliz. o feliz a secas. hay,
por supuesto, una serie de premisas que has de cumplir para que el invento
surta efecto como, por ejemplo, que no te lea nadie –por esto, aquí, sé que no
tengo mucho de lo que preocuparme-, que hables de cualquier cosa, por carente
de interés que se presente –check!- y que no te autocensures. bien sabe quien
bien me conoce que soy una entusiasta de las recetas del bienestar, las pruebo
todas. otra cosa muy diferente es que sea capaz de mantenerlas en el tiempo y
convertirlas en rutina, o más aún, en modo de vida. pero lo intento y mi madre
siempre decía que lo importante era eso, la intención. así que aquí estoy, vomitando
una vez más letras sobre esta pantalla inmutable ante un lector inexistente.
el archivo del blog no perdona. me regaña en silencio, como
la mirada de la profesora, o como el tipo a quien acabas de adelantar y no
quiere admitir que él va más despacio que una mujer. esas miradas, seguro que
sabéis a cuáles me refiero. a la del camarero al que no le dejas la propina que
esperaba, o la del taxista al que el destino que le propones le parece
demasiado cercano, o la de tu madre cuando ve que has perdido otro kilo más. son
esas miradas de insatisfacción, de expectativas incumplidas las que me lanza
este pequeño cuaderno de bitácora cada vez que me da por hacerle una visita. creo
inferir que su queja proviene por no venir a verle más a menudo más que al hecho
de que no le escribo lo suficiente. él me conoce mejor que mucha gente y, como
los amigos de verdad, sabe perdonar las ausencias de palabras. pero quizá el
hecho demostrado de que no me haya acordado de su existencia en dos vueltas completas
alrededor del sol haya sido más doloroso de lo que pude preveer.
así que, como siempre que vuelvo aquí, acabo agachando la
cabeza y admitiendo que sí, que no tenía que haber dejado pasar tanto tiempo y
que por supuesto, esto va a cambiar, que volveré pronto, que voy a venir todas
las mañanas a dejar mis 750 palabras para ser feliz. la mirada que devuelve la
pantalla es como la de tu mejor amiga cuando le dices que un día os vais de
fiesta y volvéis a cerrar bares como hace 8 años, como la administrativa del
gimnasio a la que comentas que pretendes venir todo el año, o como la de tu tía
que vive en Estados Unidos y a la que en el último abrazo le prometes que este
año sí que sí, vas a verla. esa mirada de incredulidad, de mentira velada y
admitida de modo compartido.
un poco así como la cara que se te queda cuando te lees a ti
misma y compruebas con estupefacción –como si no fueras más que una secundaria
en tu propia historia- que no ha cambiado casi nada en los dos últimos años. la
identificación de este comienzo de otoño es casi mimética con el post anterior
y no parece una buena noticia. la ausencia de cambio siempre la entendí como un
fracaso. mi psicoterapeuta trató siempre de convencerme de que no era siempre
necesariamente así y que a veces no cambiar era un gran éxito para aquellos que
habían conseguido el triunfo de la mejora, pero yo seguía sin escucharle, como
si no fuera conmigo la historia. la inmutabilidad, la permanencia, el estancamiento, la
persistencia, la estabilidad no deseada son cuestiones que aprietan al mañana. le
instan con cierta violencia y sometimiento a esforzarse más, a moverse más
deprisa, o en direcciones opuestas, a intentar algo diferente, otra cosa, o en
otro lugar, para que finalmente jure ese cambio que parece no llegar.
evidentemente,
la historia sabemos como sigue. septiembre promete muchas novedades, futuros
profesionales brillantes, un gimnasio para cada tarde, resacas de martes con la
gente a la que tanto quieres y maletas con jetlag. y tú miras a septiembre con
esa mirada, como la de tu madre, la de tu amiga, la del taxista, o la de la
taquillera del gimnasio.
y solo faltan 6 palabras para conseguir la felicidad.